La genialidad de Frederic Chopin no residió en los avatares de su vida, sino en la forma de hacer música, de crear atmósferas improvisando frente al piano, de reciclar y transmitir el bagaje de Bach y los clásicos vieneses.
Si se lo consideró un poeta del sonido, no es sólo por su rica expresividad, sino por su capacidad para desarrollar en plenitud un lenguaje musical propio en el que, dejándose regir por el principio de la melodía acompañada, logró hacer hablar a las notas.
En 1831 París lo fascinó inmediatamente por su atmósfera despreocupada y culta. En una carta le cuenta a un amigo de Varsovia que "se encuentra como perdido en un paraíso, pero perdido muy agradablemente, pues nadie se preocupa de lo que hace el vecino. Uno puede estar en las calles vestido de harapos y frecuentar la mejor sociedad".
En 1833, durante un viaje a Alemania al Festival de Aquisgrán, conoció a Maria Wodzinska, uno de los grandes amores de su vida. Su relación jamás prosperó debido a la enfermedad del músico, que impidió que los padres de la joven aprobaran el matrimonio.
De regreso a París conoció a la escritora George Sand. Si bien en un principio no le agradó aquella mujer excéntrica, enfundada en trajes masculinos, luego, se dejó cuidar por ella como un niño.
Cuando su salud empeoró ambos se trasladaron a Palma de Mallorca durante un año.
A su regreso a Francia la pareja se instaló en la residencia que la escritora poseía en Nohant, donde el músico encontró la paz necesaria para componer. Su relación con George Sand terminó en 1847 y se trasladó a Paris donde trabajó como profesor de piano para familias ricas.