La contundencia de la marcha de ayer, cuando ya ha transcurrido un año de la tragedia de Arroyito y los espíritus se supone que se han serenado, es la confirmación de que la injusta muerte de Carlos Fuentealba fue una poderosa bisagra para la sociedad neuquina. Un hecho que marcó un antes y un después respecto de lo que una comunidad está dispuesta a tolerar de sus gobernantes.
Aquel crimen constituyó el verdadero punto de no retorno para un mandatario que forzó como pocos todos los límites. También el final de su tan costosa como patética aventura presidencial.
Pero la granada de gas que segó la vida del docente también fue la gota que terminó de colmar el vaso de larga paciencia popular.
Las voces que se elevaron ayer para advertir al gobernador Jorge Sapag que debe allanar el camino a la justicia, podrían parecer apresuradas si no fuera porque el asesinato de Fuentealba representa ese punto de inflexión. Por eso, la sociedad reclama un compromiso firme de las autoridades con el cambio lo que supone, entre otras cosas, desplazar a una cúpula judicial desprestigiada y salpicada por todas las sospechas. Única forma de terminar con la impunidad.
Así vistas las cosas, la poderosa demostración de de ayer es un cerrojo que la sociedad le ha puesto al pasado. Para que no se vuelva a repetir.