La mujer discapacitada es víctima de violencia institucional, social y familiar; agravada en muchos casos por la pobreza. ¿Cómo se sale adelante con estos estigmas? Ser mujer discapacitada y pobre parece conducir ‘naturalmente’ a la violencia psíquica y física que la separa de su condición de persona con derechos.
Por Graciela Muñiz
La violencia contra las mujeres, en nuestras sociedades ha sido y sigue siendo parte de su cotidianeidad. Se les pega, se las viola, se las somete a todo tipo de arbitrariedades y discriminaciones, sin embargo, estos crímenes de la vida diaria, perpetrados en muchos casos en el seno de la familia y la comunidad, no han sido percibidos como violaciones a sus derechos humanos.
La violencia tiene una direccionalidad, se ejerce desde los más fuertes hacia los más débiles. El pre requisito fundamental es que haya un desequilibrio de fuerza y poder.
Aquí entra en juego una situación delicada y perversa en cuanto a satisfacer desde el Estado un mínimo de respuestas básicas que garanticen a la mujer en general y a la mujer discapacitada en particular una vida digna, un lugar, un reconocimiento, una valoración desde sus capacidades.
Si esto no ocurre me pregunto, ¿no es esta una de las más aberrantes formas de violencia que se pueden ejercer contra el ser humano y sus derechos?
Nos encontramos entonces frente a una violencia que denigra al punto de invisibilizar, de negar el ser, la identidad a quienes tienen menos posibilidades de autovalerse.
Desde el punto de vista legal aún estamos esperando el efectivo cumplimiento del cupo laboral del 5% para personas con discapacidad en todos los organismos de la CABA y entidades conveniadas.
El derecho a trabajar, al estar fracturado impide la inserción social, porque ser trabajador/a es un valor esencial. Esta ‘falta’ es una de las características que definen los lugares de las actoras de las desigualdades en los espacios laborales, sociales y subjetivos que la violencia, visible o invisible, física o simbólica instituye.
Otra situación preocupante tiene que ver con la agresión sexual a la que son sometidas las mujeres discapacitadas (o no), que no pueden enfrentar a su atacante, reduciendo dramáticamente las posibilidades de evitar o defenderse de una violación.
En términos epidemiológicos, es decir indagando las características biológicas y socioculturales que tienen las personas más afectadas, merece citarse que el 95% de las víctimas de violación son mujeres, el 75% menores de 30 años y entre el 65% y el 80% conocía a su atacante.
Está comprobado que las mujeres sometidas a situaciones crónicas de violencia, presentan un debilitamiento gradual de sus defensas psicofísicas, que se traduce en un incremento de los problemas de salud que la llevan a una discapacidad total o transitoria a través de enfermedades psicosomáticas, depresiones, ataques de pánico, etc.
Otra problemática que indigna es la doble violencia a la que se ve sometida la mujer violada a causa de cuya agresión queda embarazada. Si bien existe un amparo constitucional que justifica en estos casos el aborto no punible, aparece nuevamente la violencia institucional y burocrática que la somete a vejaciones que tiene que ver con la hipocresía y la pacatería, poniendo trabas para la realización de este derecho. Mientras tanto crece el riesgo y el desamparo de esta intervención en la mujer por una actitud negligente y hasta criminal de quienes deben velar por su integridad.
Poner sobre la mesa las violaciones específicas de los Derechos Humanos de las Mujeres, hace más vigente e importante la lucha por terminar con estas prácticas de la vida cotidiana. Desde este lugar será posible avanzar en la defensa de la dignidad de todos los seres y Derechos Humanos.
*Defensora adjunta del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires.