Ricardo Alfonsín puso proa rumbo a la Casa Rosada, ese lugar al que su padre llegó un día de diciembre del 83. Y cuando se reflexiona sobre el camino iniciado y se explora en procura de su pensamiento, abunda la herencia paterna en esa materia. Veamos:
- Como su padre, su discurso se torna entusiasta, firme, cuando se trata de defender el valor de la política. En la construcción de ese blindaje, Ricardo incorporó un término de dimensión, si se quiere, sarmientina: barbarie. La política en oposición a la barbarie como método de tratamiento de lo público, de las diferencias y la superación de problemas que hacen al conjunto. Establece así la diferencia entre mucho de nuestro pasado y el presente nacido el día en que su padre llegó a la Rosada. "A la derecha autoritaria le molesta la política, a los demócratas no", machaca.
- Al igual que Raúl, confiesa que en la arena política se siente mejor en la ejecución que en los planos legislativos. "Es lo mío, estar en la acción concreta", señala Ricardo. En otros términos: las riendas más que la deliberación. El mando. La síntesis. El punto que define. Esto hace a su visión del poder, de su aplicación. No el mando en ejercicio excluyente, pero sí mando. El lugar que posibilita el giro inesperado, creativo. La decisión que incrusta un antes y un después. Que desconcierta al adversario, que dispara la historia. Pero que suele llevar a la gloria o a la catástrofe. Raúl Alfonsín probó mucho de esa medicina. "El mismo hombre que había recuperado ante los argentinos el valor de la libertad y los derechos humanos desalojaba la escena como un ineficaz administrador de los desajustes económicos y de las demandas sociales. No había advertido a tiempo la necesidad de elaborar un programa político para responder a la crisis fundamental del país y para saldar las múltiples carencias. Había creído, en cambio, en un porvenir político signado por la extinción paulatina del peronismo y por la expansión sin límites de su propio partido. Cuando esa ilusión se desarticuló, quedó sin fuerza política para sostenerse", escribe Joaquín Morales Solá sobre el final de su administración en el libro "Asalto a la ilusión". Seguro que Ricardo Alfonsín tiene frescos los riegos de ciertas percepciones y estilos de ejercer el poder.
- Cómo a su padre, le interesa tener las riendas del partido. Es un convencido de la orgánica del radicalismo y de sus rituales: la Convención, por caso. Cuenta el comité en todos sus rangos. El puntero. El cuadro. El militante. "El amigo, los amigos radicales", decía Raúl y repite su hijo Ricardo en los mismos términos casi con la misma voz y gestos. Esa voz que lleva al inteligente Horacio González a identificarla con "carraspera sentimental". Pero Ricardo seguramente no ignora que el partido, en tanto respaldo, no es necesariamente un manantial interesante de ideas. Es eso: el yunque que apoya. Mirando la historia, puede afirmarse que alrededor de la percepción del rol del partido se retroalimentaron las diferencias entre Ricardo Balbín y Arturo Frondizi. El primero asumía al partido como la esencia misma del impulso político, de la acción. El segundo lo identificaba como un momento organizativo para un hecho puntual: llegar al poder. Luego perdía interés: era la hora de las ideas, de la usina de pensamiento, no del comité. - Hereda también la identificación permanente de política con moral. De esa formación le viene -lo dice en cuanta oportunidad se le presenta- que bien y mal se tornen relativos en relación a la acción política, en tanto ésta siempre expresa una ideología. "Me molesta -suele decir Alfonsín pibe- la visión de la política como mero trámite técnico, como expediente destinado a buscar un resultado con independencia de legitimidades, de la moral que debe ser consustancial a toda decisión política". Como su padre, también habla de "contenido ético sustancial" como exigencia para la definición.
- A igual que su padre, Ricardo no luce un manojo rico de ideas para la economía. Hay mucho de lugar común en sus manifestaciones sobre la materia. "La economía debe estar al servicio del hombre", por caso. Su ideario en esta materia se define en su visión de lo sucedido en Argentina en los 90. En otros términos, oposición tajante a lo que nadie sabe qué quiere decir pero está de moda: el neoliberalismo. Se deduce, en consecuencia, su rechazo, por caso, al monetarismo. O a todo sistema rígido en el manejo de la moneda y las cuentas fiscales. No es neutro que a la hora de hablar de la necesidad de reunir a la "gran familia radical, los que están y los que se fueron", jamás hable de Ricardo López Murphy. Sólo le acredita, si le preguntan, algo que cae de maduro: "Es un hombre inteligente". No más. En "Democracia y consenso", Raúl Alfonsín escribió sobre su desconfianza en la "notable tendencia de los economistas cuando analizan la democracia: los partidos políticos son las empresas que quieren llevar al máximo sus beneficios; las medidas del gobierno equivalen a los bienes y servicios que las empresas ofrecen y los electores son los posibles clientes, a los que hay que inducir a comprar". De su padre, Ricardo heredó mucho de esta desconfianza. Se deduce de sus entrevistas, de sus discursos.
- Le llega también de su padre a Ricardo cierto rictus agrio cuando reflexiona sobre Arturo Frondizi y el ideario desarrollista. A Raúl siempre le resultó arduo contemplar ese proceso con ecuanimidad. Un rosario de anécdotas jalona esa tensa relación. Mucho de su visión sobre aquel presidente y su pensamiento se forjó bajo el dictado de la fractura que en 1957 dividió las aguas radicales. Un hecho que por mucho tiempo alimentó y retroalimentó rencores graves entre los correligionarios. Y Ricardo es heredero de esa cultura. Si es posible -cuentan quienes lo tratan desde hace años-, esquiva reflexionar sobre aquella experiencia.
En fin, de su padre, don Raúl Alfonsín, Ricardo heredó pasión por la política. Con los más y con los menos de aquél, pero noble pasión. "Pasión conmovedora, si nos conmueve para bien", sentenció Lisandro De la Torre, que rompió con escándalo con el radicalismo cuando éste era apenas un nonato.
Por Carlos Torrengo