Ramón Justo Rodríguez tenía 22 años, un hijo y otro en camino. Había tenido problemas psiquiátricos, que obligaron a su traslado desde el cuartel de Junín de los Andes donde cumplía con el servicio militar para ser internado en el hospital militar de Campo de Mayo y dado de baja. También arrastraba tres encontronazos con la ley, el último de ellos por agresión, que le valió una condena de un mes de prisión. Y gran puntería con las armas de puño.
Pero nadie imaginaba que sería protagonista central y víctima de la que quizás haya sido la jornada más sangrienta de la historia de General Roca: la del 12 de julio de 1967.
En los primeros minutos de ese día Rodríguez estaba en el club Villa Obrera, sobre calle Cipolletti donde algunos parroquianos jugaban a las cartas y otros conversaban.
A la 0:30 llegó una patrulla policial encabezada por el oficial subayudante Pedro Martínez, en un procedimiento "contra el juego clandestino", según el informe de la fuerza y Rodríguez, tras un breve forcejeo con el uniformado escapó hacia una dependencia posterior, donde se escondió debajo de una mesa. Estaba armado y aparentemente prefirió escapar para evitar otra causa judicial. Martínez lo siguió y Rodríguez le efectuó algunos disparos, dos de los cuales fueron letales. De otro balazo hirió al cadete de policía Ricardo Wydaglacz y escapó del lugar.
Fue hasta la casa donde vivía, en calle Nueve de Julio cerca de Piedra Buena, contó lo que había pasado y empezó una frenética huida. "Si me agarra la policía me mata", le dijo a su padre, Fermín.
La muerte de Martínez, de 30 años y padre de tres hijos, generó una amplia búsqueda que tuvo su primera derivación recién cerca del mediodía, cuando fueron a detener a la esposa del asesino y Rodríguez apareció en escena, generándose un forcejeo con tres policías. Uno de los efectivos, Froilán Heredia (35 años, dos hijos), "pudo tomarlo y sujetarlo pero Rodríguez, zafándose de una mano extrajo el mismo revólver que portaba y con él le descerrajó a quemarropa cuatro disparos en el pecho al cabo Heredia, hiriéndolo de muerte", según el parte policial. Agregaba que otros dos policías, Eustaquio Arias y Teófilo Durazno abrieron fuego, sin dar en el blanco, y que Rodríguez hirió a Arias.
Con dos muertes consumadas, Rodríguez volvió a escapar, esta vez hacia Villa Obrera, pero tras cruzar el canal secundario, sobre calle Isidro Lobo casi Almirante Brown, se encontró con el sargento ayudante Juan de la Cruz Gutiérrez (47 años, seis hijos), quien le efectuó dos disparos, sin alcanzarlo. Rodríguez volvió a ser certero, consumó el tercer crimen y una vez más escapó.
A la búsqueda se sumaron policías del Valle Medio y hasta algunos aviones, pero los rastrillajes resultaron infructuosos.
Tras descansar en la casa de una familia amiga, a la que la policía llegó pero que al no tener orden de allanamiento le impidieron ingresar, Rodríguez aceptó presentarse ante un abogado. Eran cerca de las 16 del día fatal. Fue primero hasta el estudio de Rodolfo Salgado, en Don Bosco y 25 de Mayo, pero el letrado no estaba allí en ese momento, por lo que un empleado lo acompañó hasta el del doctor José Joison, en Don Bosco 480 (hoy 1580).
"Me vengo a entregar, yo soy el matador de los policías. Si me van a matar sigo matando o me pego un tiro", le dijo a Joison. El abogado lo tranquilizó, le recibió el arma, que retiró un empleado y junto con Próspero Peletay lo hicieron subir a un automóvil y se dirigieron al juzgado penal, avenida Roca cerca de Villegas.
El juez Penal, Septimio Facchinetti Luigi, estaba a esa hora en la comisaría 22, actual Unidad Tercera, donde se realizaba el velatorio de los policías muertos y Joison lo fue a buscar.
"Cuando lo encontré, le comenté que Rodríguez estaba en su juzgado, y él salió para allá y yo volví a mi estudio. Ahí terminó mi intervención" recuerda ahora Joison, actual camarista en la justicia civil.
La atención se centró en el juzgado, donde pronto se reunió gran cantidad de curiosos y de policías uniformados y de civil. Facchinetti Luigi ordenó que llevaran a Rodríguez hacia la Colonia Penal. Esposado de pies y manos lo subieron a un vehículo que, en vez de salir hacia la cárcel partió para la comisaría donde estaban velando a los tres policías asesinados, y una multitud calculada en unas cuatro mil personas seguía los acontecimientos.
Lo bajaron también en vilo, en medio de una doble hilera de policías uniformados y de civil, y al llegar a la escalinata que conducía a la sala de espera, sobre calle Sarmiento, se escucharon varios disparos.
Rodríguez murió en el acto. Al menos dos de las balas habían sido disparadas con el cañón del arma casi pegado a la piel y eran de distinto calibre.
JULIO HERNÁNDEZ
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