"La historia argentina está plagada de furias. Se hizo con furia, se la escribe con furia y se la lee, se la interpreta y se la asume con furia".
La sentencia corresponde a Enrique Barba, ex presidente de la Academia Nacional de la Historia. La estampó una mañana de finales de los ´60 en un aula de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, donde dictaba Historia Argentina II.
Luego, con ese estilo a medio camino entre riguroso e irónico con que siempre ejerció la cátedra, acotó:
-Para muestra de lo que es nuestro pasado está el "Poema Conjetural" de Borges. Hemos vivido matándonos. Militando en la épica, en el descarte del otro, en negarlo de la forma que sea. Eso es lo que cuenta. Y así escriben muchos la historia... como lo hacen estos muchachos.
Y entonces Enrique Barba sacó un libro de historia sobre los caudillos argentinos. Autores: Eduardo Luis Duhalde, hoy secretario de Derechos Humanos, y Ortega Peña, asesinado por la Triple A.
Por esos años, en la Escuela Superior de Periodismo también se podía escuchar a Silvio Frondizi señalar:
-La pasión desenfrenada y la demagogia construyendo tanto de nuestra historia, que cuando la traemos al presente siempre necesitamos estar en uno y otro bando. Jamás distantes de ese pasado. Entonces el pasado no nos informa de su forma, de su naturaleza; nos informa de cómo debemos separarnos en el presente bajo dictado de aquel pasado.
Más de 20 años después de aquellas apreciaciones, en sendos libros dos argentinos talentosos desmenuzan la textura emocional que signa la letra de nuestro Himno Nacional: Esteban Bush y José Pablo Feinmann.
Feinmann, por caso, reflexiona sobre la "opción extrema" que propone la última estrofa: "Coronados de gloria vivamos o juremos con gloria morir".
"La opción es extrema porque -dice el autor de ´La sangre derramada´- con precisión, imperativamente, señala una única y posible modalidad de existencia: la de la gloria. Sólo la vida gloriosa es aceptable. Y si no es posible vivir con gloria habrá entonces que morir con ella. Lo que es intolerable para esta concepción es existir al margen de la gloria. Vida gloriosa, muerte gloriosa: entre estas dos opciones transcurre la existencia. No hay -según suelen sostener las concepciones no guerreras y mediocres de la vida- términos medios. Sólo hay vida y sólo hay muerte.
"Y si la vida no puede desarrollarse en la modalidad de la gloria, hay entonces que buscar la gloria en la muerte, ya que es únicamente allí donde podrá estar aguardando".
Y remata Feinmann: "No es, claro, un mandato fácil de sobrellevar".
Ese mandato, que no expresa otra cosa que los términos exigentemente excluyentes que nos llegan de nuestra historia, es lo que llamó la atención al americano Nicolás Shumway. Profesor en Historia en la Universidad de Texas, vivió en Argentina en la década del ´80.
Luego escribió "La invención de la Argentina. Historia de una idea", una mirada rigurosa sobre lo que bien puede sintetizarse como la identidad de las ideas que forjaron al país.
Este año, en sus habituales visitas a esta Argentina que tanto lo seduce, en el Instituto Torcuato Di Tella Shumway ratificó que las visiones extremas con que los argentinos asumen la historia y las divisiones que esto genera entre ellos siguen siendo una de las experiencias más incómodas de su vida.
Precisamente, en el epílogo de su libro escribe: "Antes de volver a los Estados Unidos, di una fiesta a la que invité a algunos de los que me habían ayudado en mi investigación. Con mi falta de experiencia, no tomé en cuenta el color político de mis invitados, por lo cual vinieron mezclados liberales y nacionalistas, cosmopolitas y populistas, sarmientistas y rosistas. No bien había empezado la fiesta, varios de mis invitados se trenzaron en acaloradas discusiones. Los liberales hablaban de la declinación nacional según tasas de crecimiento económico, de inflación, salarios reales, productividad, producto bruto, problemas sociales, etc.; todo lo cual me resultaba perfectamente comprensible en tanto soy una persona educada en los marcos del liberalismo. Los nacionalistas, en contraste, hablaban un idioma desconocido, con frases como ´el ser argentino´ y ´el pensamiento nacional´. Según ellos, la necesidad más urgente del país era un presidente auténticamente argentino que pudiera resistir a las influencias externas y captar la voluntad genuina del pueblo más allá de las convenciones electorales burguesas.
"Por más esfuerzos que hice, no pude entender de qué estaban hablando, cosas que ellos atribuyeron al simple hecho de que yo no era argentino, explicación que también aplicaban a cualquiera que cuestionara sus presupuestos, no sólo a extranjeros. Pero lo que más me impresionó fue su retórica. Mis invitados hablaban lenguas distintas, que se remitían a ficciones orientadoras radicalmente diferentes. El consenso, o siquiera una apreciación del punto de vista ajeno, era imposible".
La visión o el análisis mecanicista de nuestra historia sigue teniendo hoy terreno muy fértil.
Un caso vale como ejemplo: los términos en que se está renovando el cuestionamiento a Julio Argentino Roca y la Campaña al Desierto que lideró. En clave de objetar el todo, quienes cuestionan se han deslizado a uno de los más graves errores en que se puede incurrir al reflexionar sobre el pasado: definir cualquiera de sus etapas en términos de lo dicho por el italiano Renzo De Felice: "Ausencia de todo bien; presencia de todo mal". Esa sentencia se está aplicando a Roca y por extensión a la generación que bajo su batuta fundó el Estado nacional. Y dio luz verde a la "República posible". En esa etapa fundacional no había ninguna otra posibilidad que lo que se logró.
Con sus más y sus menos. Con sus silencios. Con su desorientadora astucia. Con su firme convicción en el potencial del país, Roca se puso al frente del mayor proceso organizativo que prácticamente desde cero ha tenido la vida institucional de los argentinos.
En esa tarea tuvo algo de quienes amaron este país con intensidad. Y se desvelaron por su destino. Roca no fue un intelectual puesto a político. Fue un hombre de orden, de procedimientos. Sabía que fines y medios conviven en tensión desde el comienzo de los tiempos. Y también, como lo confesó, que entre el deber ser del moralista y las exigencias objetivas de la construcción de una nación siempre habrá distancias infinitas. En ese camino no le hizo asco a respaldar infinidad de decisiones que resultan antipáticas en nuestros días; la ley de Residencia, por caso. Pero nunca dudó de que el bien o el mal tenían de cara a aquella construcción más connotación de exigencia metafísica que de acuerdo con la realidad.
Pero imputarle genocidio a Roca en la ejecución de la Campaña al Desierto es, como mínimo, el dictado de una mirada comprometida con desvirtuar la historia y hacer de ésta demagogia pura.
Igualar a Roca con Hitler -como también se hace- es expresar un formidable desacople psíquico. Por supuesto que no hubo déficit de violencia en la Campaña al Desierto. Pero esa violencia no fue su estado natural, su cultura.
E invalidar la Campaña al Desierto desde esa violencia puntual es negarle el sentido abarcativo que la movió: ampliar legítimamente la frontera interior y consolidar sus límites de cara al exterior.
Y nada dicen sin embargo quienes denostan a Roca desde la fragilidad del argumento de genocida de la Campaña al Desierto que mucho antes concretó Juan Manuel de Rosas. Tampoco fue un genocida en el despliegue de esa tarea.
Pero el sistema de control social que montó tras su retorno a Buenos Aires desde las orillas del Colorado se fundó en el terror. La sangre ya no era una realidad ajena a la historia argentina. Pero Rosas perfeccionó los mecanismos destinados a ejercer el poder en términos dictatoriales. Cada año solicitaba a la Cámara de Representantes una renovación de la "facultades extraordinarias" con que gobernó siempre. Formulismo.
Y cuando fue necesario, año ´40 por caso, sacó de sus cuarteles a La Mazorca. El primer grupo de tareas que tuvo la política argentina. La sacó siempre de madrugada. Madrugadas de degüello de opositores o sospechosos de serlo. Nada tuvo que ver esta política de control social con lo hecho por Roca. Como nada tuvo que ver lo que hicieron desde el poder.
Roca armó un Estado. Su concepción del orden tuvo un horizonte amplio, proyectivo. Rosas pensó sólo en la provincia de Buenos Aires. Sus vacas y las de sus amigos. Su idea de orden fue definidamente restrictiva.
Por CARLOS TORRENGO
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