El abuelo lloraba como si fuese la última vez. Apretaba a su nieto contra el pecho y repetía sólo dos palabras: “Por fin...”.
La Visera fue una caldera, el epicentro donde confluyeron un cóctel de sensaciones, el escenario de una tarde que terminó de la mejor manera. Con los jugadores albinegros en andas, semidesnudos, los ojos clavados en el cielo, con festejos interminables en la cancha y el centro de la ciudad, con ese abuelo aferrando a su nieto, la unión de varias generaciones...
“Ves que somos los más grandes del sur”, repetía un dirigente mientras veía como la calle O’Higgins se transformaba en un hormiguero humano, aún algo más de una hora antes del partido. Al colorido no le faltó nada y las 10 mil gargantas locales enmudecieron al puñado de hinchas de la ‘Academia’, que aceptó estoico un final que los tuvo como perdedores.
La presión y los nervios gobernaron los sentidos durante todo el partido, pero la impaciencia comenzó a sobrevolar cuando ‘Cipo’ se desdibujaba y Racing presionaba sobre el arco del ‘Oreja’ Ruiz. Ahí apareció el aliento incesante, que devino en explosión cuando el ‘Loco’ Padua clavó el definitivo 2-0, y que supo ser silencio sepulcral algunos minutos después, cuando la visita decretó el descuento que finalmente no fue. Entonces vino la invasión del campo (que algunos locales pidieron antes), la locura sinfín que del vestuario y la cancha continúo en las calles hasta bien entrada la noche, y que dejó algún incidente aislado (como la rotura de los vidrios de una óptica de la calle España).
En la cancha los muchachos de Perilli rompieron el karma de las finales perdidas y su gente se lo agradeció con el corazón.