Miércoles 25 de junio de 2003

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A 25 años del Mundial que nos cambió la vida

 

Se cumple un cuarto de siglo de la obtención del primer título mundial de fútbol. Los recuerdos de quienes lo vivieron. Y la eterna discusión acerca de su
legitimidad.

 
Daniel Passarella, el gran capitán, levanta la Copa. Una heroica generación de jugadores llegaba a su techo.
La fiesta, decían, era de todos. De cada uno de los 25 millones de argentinos que durante un mes se olvidaron del conflicto con Chile por el Beagle, del primer bebé de probeta, del nuevo aumento del costo de vida dictaminado por Martínez de Hoz e incluso de la vincha de Vilas.
Durante 30 días sólo importaron la pelota, Menotti, Luque, Kempes y lograr a un objetivo: ser campeón del mundo. Hoy se cumplen 25 años de haberlo conseguido.
Como las religiones, el Mundial atravesó las clases sociales, los géneros y las ideologías. Más aún, se instaló como tema dominante en medio de un país que lloraba en sus entrañas.
Aquel junio, el país ingresaba en el futuro: se inauguraba la tevé color y se remozaba para siempre el estadio Monumental. Pero más importante que eso, demostraba de una vez y para siempre que el fútbol nativo era un fútbol de vanguardia mundial. Hasta entonces, y por espacio de mucho tiempo, el fútbol argentino se miraba el ombligo y, vanidoso, se decía frente al espejo que era el mejor del mundo. Casi una costumbre vernácula: la de conformarse con el gesto o con la idea de superioridad que, en su imaginario, se formó de sí mismo, sin más, sin pensar en demostrarlo.
Pero el triunfo tuvo también la connotación que fue logrado con la intención de practicar un fútbol ofensivo, que, como le explica el humorista Roberto Fontanarrosa al "Río Negro", "llevaba el sello característico de los equipos del "Flaco" Menotti. Esto es, algo desequilibrados, pero que salían a ganar siempre".
"Recuerdo muy bien el Mundial. -continúa "el negro"- Fui a casi todos los partidos. En la primera ronda viajé con amigos a Mar del Plata, ahí jugaba Brasil. A la final fui, por supuesto. La Argentina era un equipo con grandes jugadores".
Aquella final tuvo ribetes épicos. Holanda era, todavía, "la naranja mecánica". Si bien era el eco de aquel equipo que había revolucionado el fútbol mundial cuatro años antes, todavía practicaba un fútbol moderno que impresionaba a la vista, ya sea desde lo estético y visual -un naranja furioso en constante movimiento- como desde lo táctico, con líbero y sin posiciones. Holanda era la desorganización organizada.
Y a ese fútbol europeo de avanzada, que hasta hacía sólo unos meses se creía inalcanzable, el equipo de Menotti puso de rodillas. No sin antes sufrir.
Como se sabe, en el último minuto de la final, Rob Rensenbrink paró el ritmo cardíaco de una nación al estrellar la pelota en el palo. De aquella jugada, Ubaldo Fillol no se olvida más. Y para él sirve como respuesta para aquellos que aseguran que el equipo consiguió el título subido a los tanques. "Nosotros le dimos alegría a la gente -le dice al "Río Negro"- y para nada servimos a una dictadura atroz. ¿Qué hubiera pasado si esa pelota entraba?".
A esta altura, la pregunta se asemeja a cualquiera de los grandes interrogantes de la humanidad: ¿Hubiera ganado el Mundial la Argentina con el país en Democracia? Es difícil. Lo que es seguro es que una de las espadas más afiladas de la dictadura, el almirante Carlos Lacoste, tomó la organización del Mundial -y su obtención- como una de las misiones más importantes de su vida.
"Yo lo viví desde el punto de vista futbolístico -recuerda Fontanarrosa-. La alegría era legítima, pero no se podía dejar de lado lo que estábamos pasando". En aquel entonces, el sociólogo Horacio González era uno de los tantos intelectuales que vivían en el exilio. "Recuerdo haber visto la final en San Pablo, donde era profesor -señala a "Río Negro"-. Y recuerdo también la sensación agridulce. La alegría futbolera con el trasfondo del destierro y la angustia. Pese a que estábamos muy bien informados de lo que sucedía, no recuerdo haber tenido grandes discusiones acerca del Mundial y su posible utilización como elemento disuasivo por parte de los militares".
Como siempre ocurre cuando se producen los grandes hechos que quiebran la historia, una misteriosa conjugación de pequeños "milagros" confluyen durante un determinado tiempo. Al menos durante ese mes que dura el Mundial. Brasil tuvo, tal vez, el peor equipo de los últimos 30 años. Alemania vivía una época de recambio. Francia aún no pertenecía a la elite e Italia se hundió en el agua de su fútbol amarrete. Sólo quedó Holanda, que no presentó a su figura, Johan Cruyff, y que, como ya se señaló, era apenas la mueca de lo que había sido.
Argentina tenía un gran equipo, jugó de local, goleó a Perú en un partido cuya sospecha sobrevivirá a sus goles y consiguió el título. Con todo el apoyo del aparato militar. El torneo fue una cuestión de Estado. Con Videla, Massera y Agosti estallando desde la platea. Con todo un país distraído detrás de una pelota. Pero también con cracks inigualables, una generación heroica que atravesará la historia.

Pablo Perantuono y Claudio Rabinovich

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