Lunes 13 de agosto de 2001

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Kielmasz dixit

 

Triple crimen: ¿se habrá hecho justicia?

 

La sentencia del triple crimen de Cipolletti deja en pie pocos elementos de la requisitoria fiscal, pero no contesta sus interrogantes. Por el contrario, abre otros y no permite una reconstrucción coherente de los hechos. Las dos condenas se asientan en los poco confiables testimonios de Huirimán, de la menor y de la ex pareja de González Pino, así como en las pericias de los forenses de la Corte. Reinterpretando esos testimonios, salteando precisiones, estirando horarios y colocando elementos en lugares más convenientes, los jueces involucraron en los secuestros de las jóvenes cipoleñas a González Pino, lo cual pareció ser el objetivo de sus esfuerzos. Y paradojalmente debilitaron las sustanciales pruebas en contra de Kielmasz. "Río Negro" hace un análisis del fallo.

  Si las expectativas existentes al iniciarse el plenario del crimen de María Emilia y Paula González y de Verónica Villar fueron que su desarrollo y sentencia arrojarían una luz definitiva sobre el caso y calmarían así las turbulentas aguas de la confundida opinión pública, el resultado no logró confirmar esas presunciones e incluso aumentó el ya considerable grado de confusión.
No es que los jueces no realizaran los mayores esfuerzos para lograr los mejores resultados. Existe consenso de que las tres personas que integraron el tribunal son confiables, tienen buenos antecedentes y su reputación los califica como entre los mejores magistrados que tiene la Justicia provincial.
En principio hay que admitir que no se trata de un caso común y que esas expectativas no midieron adecuadamente el grado de dificultades que presentaba un caso tan complejo.
No se trata solamente de un crimen conmovedor y misterioso para cuya investigación el conocimiento del derecho, la responsabilidad y la experiencia pueden resultar insuficientes. Hay que tener en cuenta también la apasionada expectativa, los prejuicios y las connotaciones políticas subyacentes, cada uno de ellos capaces de generar natural presión sobre el ánimo de los jueces y que se suma a una investigación inicial ineficiente y plagada de sospechas y desconfianzas. La sombra en la pared era, entonces, el riesgo de que todo el juicio terminara en un colosal fracaso o en un escándalo mayúsculo.
Es posible que el afán de superar aquellas deficiencias y esos riesgos llevara a los jueces a investigar y profundizar pruebas orientadas a confirmar determinada hipótesis, con la que terminaron por identificarse. Porque, para decirlo más claramente, es por de más evidente que hicieron denodados esfuerzos por probar la responsabilidad en los hechos de González Pino, en una forma tan predominante, que hace resaltar, por contraste, la escasa atención que parecieron prestar a la actuación de Kielmasz, a pesar de lo sustancial de la prueba que lo incrimina.
¿Puede entenderse que la mayoría del tribunal -Juan Rotter votó en disidencia- tenía algún motivo para desear incriminar a González Pino? De ninguna manera. Pero hay que admitir que la posibilidad de probar que actuó en el crimen junto con tres o cuatro desconocidos más, tenía una seducción particular: la de poner la tesis de la sentencia en sintonía con las ideas dominantes que la imaginería popular había adoptado mayoritariamente. Un nuevo caso María Soledad. La sospecha de una confabulación de niños ricos. La conexión con el mundo proteico de las drogas.
Es necesario señalar que no lo consiguieron. Compelidos por la fragilidad del caso, tuvieron que forzar hechos y declaraciones para poder armar algún fundamento que sirviera medianamente para incriminar a González Pino y luego de considerables esfuerzos por darle veracidad y poder de convicción a las dudosas declaraciones de los testigos de cargo, terminar por admitir finalmente su irremediable inutilidad.
En ese aspecto, hay que reconocer la probidad intelectual de los magistrados, no solamente al insistir una y otra vez sobre las dudas que provocan los testimonios sobre los que asientan la secuela del crimen (ver notas complementarias), sino cuando llegan a afirmar en la parte final de sus considerandos que en el caso de González Pino "...se ignora... si estuvo desde el principio... o arribó después de la captura, si participó en los abusos sexuales... si estaba presente cuando les ocasionaron las heridas mortales... tampoco se sabe que hubiese aportado algún arma...". Un reconocimiento de la precariedad de los fundamentos admirablemente franca, pero que deja a la condena de González Pino suspendida en el aire.
Pero hay que decir también que hay inesperadas falencias en el fallo cuando toma elementos de los testimonios y pericias, sin profundizar las implicancias que le son inherentes, cuando ignora en forma ligera las evidentes contradicciones en los testimonios o cuando elimina, con escueta fundamentación, los testimonios que contradicen y anulan las declaraciones de sus testigos estelares.
Tampoco es compartible la reconstrucción de los hechos que se utiliza para ubicar el rol de los autores. Los escenarios que se manejan en torno de los episodios que culminaron en el triple crimen tienen, en el juicio, cuatro versiones diferentes en lo que se refiere a los personajes, al lugar y al momento en que se desencadenó la tragedia.
La primera corresponde al cuadro de situación que se desprende de las numerosas declaraciones y cambiantes exculpaciones de Claudio Kielmasz. En lo sustancial confirma que el ataque se realizó el domingo 9 de noviembre a las 19.30 y que el lugar donde se produce la intercepción es en las vías del ferrocarril, cerca de los olivillos donde se desarrolló toda la tragedia y fueron encontrados los cadáveres. Enfáticamente, Kielmasz asegura que a las nueve las tres chicas estaban muertas.
Una segunda historia es la que inicialmente relató Huirimán Lloncón y a la que con algunos agregados y contradicciones se adosó Cecilia, nombre con el que identificaremos a la menor prostituta, que fija la hora del secuestro a las 20 en la calle San Luis cerca de Circunvalación. El número de atacantes serían entre 5 y 6, las chicas son subidas a uno de los dos automóviles que participan del secuestro, retenidas en una tapera de una chacra cercana y finalmente llevadas a los olivillos, antes o después de ser ultimadas.
La tercera versión es la que suministra Sandra González, ex pareja de González Pino, quien luego de detallar idas y venidas de su partenaire, sin relacionarlo hasta ahí con los hechos, ubica el desarrollo de los acontecimientos delictivos entre las 23 del domingo 9 y las 6 del día siguiente.
La cuarta hipótesis se tiene que deducir a partir de la aceptación del peritaje de los forenses de la Suprema Corte, que ubica la muerte de las tres chicas el lunes 10 de noviembre, un día después del secuestro, y que sugiere que las chicas pudieron estar agonizando durante un largo período (invocación del caso Armentano) o secuestradas y muertas al día siguiente, con lo que el proceso posterior al secuestro y el desenlace fatal quedan en una nebulosa imprecisa.
Cada uno de estos escenarios tiene un distinto grado de verosimilitud, en función de testimonios y elementos coadyuvantes que confirman o no algunas de las aseveraciones y le dan credibilidad o se la niegan al conjunto de la hipótesis.
Si hacemos abstracción del intento de Kielmasz por vincular a otros partícipes en el atentado, sus declaraciones están ampliamente confirmadas por prueba muy contundente. Hay varios testigos que lo vieron en el lugar del hecho. Describió las características del anillo que llevaba Verónica. Hizo lo mismo con una medallita de Paula y mencionó el reloj "Interlagos" que le fuera sustraído a Verónica. La presencia de cafeína en el estómago de las chicas y sus vejigas vacías, confirman su relato respecto de la hora de las muertes. Se presentó ante su mujer excitado y nervioso, con manchas y rasguños en su ropa y su cuerpo. El arma utilizada era la de su madre, que él solía portar, le limó la numeración después del asesinato y finalmente ubicó fácilmente y con precisión el lugar donde estaba escondida. Buscó ávidamente el diario en la mañana del lunes cuando todavía no se conocía la desaparición, lloró desconsoladamente los días posteriores, etcétera.
Antes de considerar los testimonios de la segunda versión, es necesario señalar que siempre que ocurren hechos que sacuden profundamente a la opinión pública, aparecen personajes variopintos que cuentan historias más o menos truculentas, dado que el escenario se torna irresistible para una cantidad de fabuladores ansiosos de protagonismo. Un mínimo de prudencia exige tomar con pinzas sus declaraciones y solamente darles algún crédito cuando su relato tiene alguna confirmación, aunque sea parcial, de manera que el valor de un testigo radica en que sus relatos contengan datos no conocidos que puedan verificarse.
Huirimán, Cecilia y Sandra González conforman una trilogía de lo que podría denominarse como testigos poco confiables, por diferentes razones. Sus declaraciones se producen tiempo después de los asesinatos y en general toman versiones y detalles que ya estaban en el dominio público. Huirimán hace su primera declaración 12 días después del hallazgo de las víctimas, pero recién incrimina a González Pino diez meses después, cuando éste ya estaba detenido como sospechoso. Era un ebrio consuetudinario, estaba en ese estado en el momento de los hechos y no hay nada ajeno a su declaración que confirme sus aseveraciones. La desconfianza del fiscal y de los integrantes de la Cámara respecto del valor de sus testimonios está ampliamente justificada. (Ver "Huirimán..." en páginas siguientes)
Cecilia es una menor de 13 años, prostituta, alcohólica y drogadicta. Sus declaraciones toman como base las de Huirimán, que ya eran públicas, y las hace conocer casi ocho meses después del asesinato. Las condimenta con algunos elementos nuevos que no son confirmados o son directamente y rotundamente desmentidos y menciona como partícipes a Kielmasz, Sepúlveda y González Pino, los nombres conocidos pero, vaya casualidad, no identifica a ninguna de las otras personas que supuestamente integraban el grupo.
Sus declaraciones son tan contradictorias y falsas que los jueces terminan por admitirlo, advirtiendo "que sus contradicciones... impiden utilizarla como elemento de cargo" (Ver "La menor de las contradicciones")
Sandra González es una testigo que tiene razones muy evidentes para intentar vengarse de la ex pareja que la abandonó. Su testimonio trata de presentarlo como un depravado y no vacila en relatar episodios sexuales íntimos para desacreditarlo. En una palabra, es el paradigma de una testigo sospechosa, de quien hasta el fiscal desconfía, al punto de leerle sus declaraciones policiales con el evidente propósito de evitar sus contradicciones.
Pero en realidad su testimonio, aunque sea probablemente falso, si se lo acepta, le brinda tres coartadas casi perfectas a González Pino, maguer su evidente deseo por comprometerlo.
La primera ayuda se la brinda cuando virtualmente destruye el testimonio conjunto de Huirimán y Cecilia, en especial de esta última. Según el relato de Cecilia, González Pino, junto con Kielmasz, Sepúlveda y otros desconocidos, aguardaban en la casa de otra prostituta, Bravo, y luego de pasar por la casa de una tercera prostituta, Molina, se dirigieron en dos automóviles al lugar donde se produjo el secuestro, alrededor de las 20.
Sandra González afirma que entre las 19 y las 20, es decir en el período que menciona Cecilia, González Pino llegó a su casa (y no salió como equivocadamente dice la sentencia) y luego fueron a comprar la cena a una rotisería, una actividad doméstica y pacífica, por otra parte escasamente compatible con la participación inmediata en un espectacular secuestro de tres jóvenes por un grupo de pandilleros...
La segunda coartada se la brinda cuando ubica los acontecimientos a partir de las 23 del domingo. Hasta ese momento González Pino, según la testigo, está tranquilo y "normal", llega, se cambia las zapatillas y cuando regresa a las 6 de la mañana siguiente, es descripto como nervioso, alterado, con la ropa rasgada y con manchas de sangre, un relato no demasiado imaginativo, porque reproduce con muy pocas variantes al por entonces ampliamente difundido testimonio de la mujer de Kielmasz e incorpora otras precisiones como el guante de látex y las pequeñas espinas llamadas rosetas que, por supuesto, ya tenían también estado público.
Pero el hecho es que González Pino no puede a partir de las 23 horas participar en el secuestro producido a las 20.
La tercera coartada la brinda Sandra cuando ubica a González Pino manejando alternativamente un Volkswagen Gol y una camioneta, lo que lo deja automáticamente al margen de las especulaciones respecto del famoso Taunus verde.
Si al elevarse a juicio el caso presentaba algunas dudas inquietantes, después del informe de los expertos de la Suprema Corte se convirtió en un lodazal. Según sus coincidentes opiniones, las tres víctimas murieron el lunes siguiente al secuestro entre las 7 y las 19, lo que supone un replanteo total de la investigación y una alternativa hasta entonces inimaginada.
Los integrantes del tribunal hicieron una encendida defensa de la calidad técnica de los forenses, pero no muestran la misma disposición para aceptar las inferencias lógicas que esa tesis implica.
Si ésas fueron las horas de las muertes, las chicas fueron heridas mucho antes, poco después del secuestro y agonizaron durante 12 ó 24 horas o permanecieron secuestradas durante todo ese lapso y fueron asesinadas al día siguiente.
Para admitir como posible la primera de las dos posibilidades, los forenses citan al caso Armentano, quien sobrevivió una hora a un balazo en la cabeza. Es cierto: hay tal vez una posibilidad en un millón de que un balazo en la cabeza permita a la víctima hasta manejar un coche. Pero que tres personas con heridas mortales, una de ellas con un disparo en la cabeza y dos balazos en los pulmones, todas ellas con signos de estrangulamiento para asegurar que no quedaran con vida, pudieran sobrevivir, las tres, durante un día, entra en el terreno de la ciencia ficción.
Y si fueron asesinadas el lunes, el secuestro duró también un día entero. Si fuera así, sería lícito suponer que durante ese lapso debieron darles de beber y de comer, debieron permitirles ir al baño e invitarlas con un café poco antes de matarlas.
Pero además tuvieron que llevarlas a los olivillos y permanecer en ese lugar, matándolas con intervalos de cuatro horas, cuando la mitad de la población cipoleña estaba buscando a las desaparecidas.
Y para completar el surrealismo del cuadro, Kielmasz y González Pino entran y salen de la escena como si se tratara de una reunión social y no de un secuestro seguido de tortura y muerte.
Puede esgrimirse en favor de los forenses que debieron hacer su dictamen basándose en videos, y que admitir sus evidentes errores no implica dudar de su solvencia intelectual y su experiencia, sino del valor de una autopsia o reconocimiento a través de un medio audiovisual, sin las ventajas que supone el contacto directo con los cadáveres.
Pero, como quiera que fuere, no puede negarse el valor de esta prueba, que prácticamente dejaría fuera del caso a Kielmasz por el asesinato y le da un protagonismo secundario en el secuestro, apenas un par de horas sobre las hipotéticas 24 que duró el cautiverio.
Pero es justamente Kielmasz quien asegura, premonitoriamente, que a las 9 de ese domingo, las chicas estaban muertas, "digan lo que digan" los forenses. La pregunta es si puede dudarse de ese testimonio y trasladar la cuestión al polémico mundo de los informes forenses. Porque nadie mejor que Kielmasz para saber la verdad, cualquiera fuere el rol que se le adjudique.
En definitiva, la sentencia no desecha expresamente ninguna de las hipótesis y de esa manera se exime de argumentar para demostrar la imposibilidad de que sea verídica, pero utiliza fundamentalmente la segunda hipótesis, la de Huirimán y de Cecilia, a pesar de haber desacreditado sus testimonios expresamente.
Cuando analiza, verbigracia, las declaraciones de Cecilia, las descarta por sus contradicciones. Sin embargo, la reconstrucción del posible modo en que se operó el secuestro, utilizada en el fallo, sigue casi textualmente las declaraciones de Cecilia y son en definitiva su único sustento.
Esa ambigüedad se transmite a las condenas que, como se sabe, no castigan a los imputados por asesinato, sino por secuestro.
Puede argüirse que no tuvieron pruebas suficientes para acreditar en forma fehaciente la autoría de las muertes y que no tuvieron más remedio que limitarse a los secuestros.
Pero no es así. En el caso de Kielmasz hay, además de la abundante prueba circunstancial, una prueba definitiva.
No hay prácticamente investigación sobre un homicidio que no le dé prioridad a la búsqueda del arma del crimen. Se hacen allanamientos, se buscan huellas dactilares, etcétera, siempre con la convicción de que se trata de la prueba más contundente que se pueda lograr contra un sospechoso que se niega a confesar.
Su posesión legitima la deducción de su uso y en consecuencia es una prueba decisiva que solamente puede ser rebatida si el acusado logra demostrar que su posesión la compartió con otras personas.
En el caso de Kielmasz está probado que tenía el arma antes del crimen y está probado que la conservaba en su poder después del crimen, que le limó la numeración para confundir su identificación y que la escondió en el lugar donde fue hallada. La presunción lógica es que en ningún momento el revólver dejó de estar en su posesión.
El intento de Kielmasz por involucrar a otras personas, única manera de eludir su responsabilidad, fue rápidamente desechado en la investigación, de manera que no pudo probar que alguien más haya participado del crimen o haya tenido en algún momento el control del arma homicida.
Curiosamente, el tribunal acoge la fallida intentona de Kielmasz y le atribuye oficiosamente que "proveyó el revólver de figuración". Si Kielmasz no pudo probar que haya participado otra persona, que el revólver haya estado en posesión de "alguien" que no fuera él mismo, ¿en qué se funda la sentencia para admitir que le dio el arma a un tercero, obviando la inferencia lógica y legítima de que quien tiene el arma es el que efectuó los disparos?
Claro está. Al rehusarse a admitir que fue el autor de los disparos mortales, que cerraba virtualmente el caso y dejaba afuera a los supuestos co-autores, los jueces pudieron sostener la teoría que finalmente permitió condenar a González Pino.
Pero es difícil evitar la perplejidad que produce el hecho de que Kielmasz, presumible autor de cuatro asesinatos, logre como en el caso de Janet Opazo no ser condenado por ninguno de ellos, y que, como contrapartida, una interpretación forzada, sostenida finalmente sólo por el testimonio hostil de una ex pareja vengativa, haya terminado condenando a un inocente.

Julio Rajneri

Foto: El tribunal del triple crimen. Jueces probos frente a un caso nada común y con fuerte expectativa exterior. Un fallo controvertido.

   
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