Domingo 29 de julio de 2001
 

Michel Foucault, el disector

 
  Al igual que ciertos herederos que tiran la casa por la ventana, Michel Foucault se propuso demoler el orden filosófico recibido. Pero Foucault no pertenecía a la especie de los animales coléricos. Era un paciente e inflexible archivista que, en un mismo movimiento, efectuaba el inventario de la propiedad a la que hacía padecer el espolón del pensamiento. Un detective privado escasamente crédulo y un revolucionario auténtico, un centauro poco habitual. La estirpe de pensadores a la que correspondía el filósofo francés se reproduce muy raramente, pero cuando sucede, una sola persona se transforma en el contrapeso del mundo, en un atlante cogitativo capaz de desplazar los paisajes académicos palanqueando desde el lado oscuro de las tierras mentales. Su originalidad no consistió solamente en la crítica radical a mentalidades teóricas poderosas sino también en exponer sus verdades con un estilo inconfundible. La lectura de Foucault suscita el tipo de inquietudes que están expresadas en la fórmula "pánico doctrinal".
Como en la obra de Friedrich Nietzsche, como en la de Mijail Bakunin, aquí la intersección de estilo y pensamiento es explosiva. Nietzsche se consideraba a sí mismo "dinamita" y Bakunin aspiraba a continuar un linaje "demoníaco", pero un más que discreto Foucault concedía a su obra el estatuto doméstico de "caja de herramientas". Mientras la lectura de los primeros causa alarma o rechazo, la de Foucault, en cambio, produce una lenta y duradera corrosión de las certezas teóricas del lector. Nietzsche -su guía espiritual- o Bakunin -otro que algo sabía sobre el poder- se presentan en sociedad de modo desafiante, con gestos de gladiador o de pistolero. Pero es distinto con Foucault. La experiencia de leer su obra por primera vez admite como analogía haber pasado por la sala de torturas. Entre la lectura y el suplicio, la tinta y la sangre, la letra y la piel circula un aire de familia que ya Kafka había mostrado en su cuento En la colonia penitenciaria. Escribir y pensar, como lo hace Foucault, significa decapitar la identidad política del interlocutor. El violento descentramiento del lector es resultado de la violencia ejercida sobre y contra el fundamento de toda ley.
Los autores más entrañables nos tratan como el campeón de box al challenger arrebatado: nos dejan molidos aunque nos obligan a renovar el aire. Pero Foucault nos asfixia.
   
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