Domingo 29 de julio de 2001 | ||
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Los frutos prohibidos del conocimiento |
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No sólo descorre el telón que oculta la mazmorra; su relato miasmático nos fuerza a oler el aire viciado de hospitales, prisiones y academias. No es un grato informe forense. En cierto sentido, es un autor ilegible, porque reclama de sus lectores un esfuerzo moral e intelectual casi inhumano. "Esfuerzo moral": me gustaría que en estas dos palabras estuvieran contenidos los contornos ciertos de un concepto. Que oficiaran como divisa de autor, como un lema que previniera al lector sobre las estrategias marciales de una filosofía. Pues una modalidad de trabajo intelectual es también un arquetipo de dignidad autoral. Se trata, en fin, de estilos. El rayo reversible que refila y engarza la hoja de un libro al ojo del lector provoca daños difíciles de ponderar así como alumbramientos de distinta intensidad. La lectura de las obras de Foucault ha demostrado ser una experiencia tan corrosiva como tonificante, aunque siempre supone desbaratar el principio del "yo lector", no sólo por medios reflexivos sino por el atormentamiento del cuerpo. Un estímulo severo para revisar nuestra vecindad con los regímenes de la verdad. Sabemos, por Didier Eribon -su biógrafo-, que los oficios familiares se reducían exclusivamente a la cirugía y la enseñanza de la anatomía y que el deseo del padre predestinaba a Paul-Michel Foucault al oficio de cirujano. Ahora bien, la caja de herramientas "teóricas" no es más que un disfraz astuto, un eufemismo por el maletín del galeno. La pluma, se sabe, puede ser tan filosa como un bisturí y entre las metáforas trilladas del léxico crítico es bien conocida la licuefacción de la tinta en veneno. En la mesa de trabajo del filósofo el escalpelo burilaba el papel. Y si bien sabemos que la coincidencia de vida y obra es, no pocas veces, arbitraria, no es del todo impertinente especular como, en la obra de este autor, el escritorio se transforma en quirófano y la vivisección en estrategia intelectual. Michel Foucault fue un disector hábil e impiadoso. No es posible hallar en su obra la menor sensiblería intelectual ni complacencia alguna con el humanismo edificante: la cirugía corta hasta el hueso y la anestesia corre por cuenta del paciente. El tinglado óseo queda al descubierto: el instrumental del dominio, los distribuidores del discurso, el corset sujetador, las torres de vigilancia. Y como nadie huye de una arquitectura concentracionaria impunemente, no es sorpresa enterarnos de que la piedra basal de la sociedad moderna es una urna; y no precisamente la electoral. ¿Cuál es la sustancia moral sobre la que presionan las exigencias intelectuales del filósofo genealogista? Foucault denuncia nuestra complicidad en el asunto. Expone los secretos de familia que regímenes políticos y comunidades profesionales esconden tras las paredes de sus fortalezas. Secreteo y picardía, escamoteo de información y origen bastardo son las parteras de la estabilidad burocrática. En cada uno de sus libros, Foucault iniciaba un proceso judicial a los acontecimientos e instituciones de la Modernidad; y nos obligaba a comparecer ante la ley inflexible de su método de trabajo y ante la Ley embozada que nos creó a imagen y semejanza de una serie estadística. La pregunta por los acontecimientos en Foucault no recurre al diálogo ni a la polémica, no busca el sistema ni la provocación adolescente y estéril; más bien supone una formulación acusatoria, al estilo cínico antiguo. Fiscal solitario, invertía la dirección descendente de la persecución legal y orientaba la culpa hacia su origen, donde seres y eventos poderosos aunque ilegítimos manoseaban la evidencia. El pánico doctrinal del lector es consecuencia de su comparencia en el proceso, como testigo o cómplice; en todo caso, como implicado. Y como la esencia de toda verdad se devela sucia, un dilema político se impone: si desafiar y deshonrar al superior pagando los costos de la osadía o no hacerlo. En el primer caso, no sería difícil incorporar la obra de Foucault a la ralea de los discursos blasfemos. Se ha inculpado a Foucault de profesar un supuesto antihumanismo y de fomentar filosofías políticas antiliberales. Fanáticos y detractores difieren; los unos imaginan que estamos ante un pensamiento fino generador de verdades duras, los otros buscan errores de perspectiva en su interpretación del despliegue de la época moderna. Pero Foucault no era un nihilista, sino un ilustrado escéptico del siglo XX, quien detectó savia enferma en el árbol del conocimiento, y no se privó de probar frutos prohibidos. Por escéptico, curioso, y por serlo, traspasó los límites de la propiedad científica. La evidencia indica que su pensamiento no procedía como el de esos sociobiólogos que procuran descifrar el código genético de la cultura sino como el de un forense vivisector, un Doctor Frankestein dotado de pericia disectora pero carente de afanes demiúrgicos, y por eso mismo capaz de hacer un lugar a la libertad, es decir, a la creatividad teórica y política. Es por esto que siempre recordaremos y usaremos a Michel Foucault, por haber sido el criptobolchevique de la filosofía contemporánea. Christian Ferrer |
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