Cuando Tomás Eloy Martínez cerró la última página
del libro, sacó una conclusión: “Nadie sabe cuánto daño
le han hecho a la paz del mundo los agentes y directores
de la CIA. Sin duda más del que se sabe, pero menos del
que se llegara a saber cuando se debilite la omnipotencia
con que dispuso de vidas humanas y gobiernos cómplices
en todos los continentes, desde que Harry Truman
la fundó en 1947”.
Conclusión terminante. Dura. Áspera.
Pero resulta complejo no llegar a la misma apreciación
cuando se lee “Legado de cenizas. La historia de la
CIA”, del periodista de “The NewYork Times” TimWeiner
(*).
Es una investigación impecable.
Un trayecto donde el periodismo se encuentra con la
historia para enlazarse en la tarea común de desmenuzar
para explorar y desmenuzar un poder que con 60 años de
vida se devora anualmente un piso de 50.000 millones
de dólares a modo de presupuesto, cuya magnitud
siempre orilla lo secreto.
Con su libro, prosa sencilla, inmensa economía de
palabras y sólido manejo de fuentes, TimWeiner ganó,
primero, su segundo Premio Pulitzer. Segundo, la atención
de Barack Obama, quien asumió el libro como su
compañero de viaje a lo largo de la campaña electoral
que lo llevó a la Casa Blanca.
El tema del libro de TimWeiner es el poder. O en todo
caso los términos o una de las naturalezas con que los
Estados Unidos aplican poder para controlar defenderse.
Ésta es la perspectiva macro que define la investigación
del periodista estadounidense, que consumió una
década de trabajo para plasmarla.
Contenidos en ese marco, la lectura arroja un resultado
tajante: la historia de la CIA es la historia de una incompetencia.
Y es también el relato de un sistema de decisión que,
desde lo instrumental, es también una historia no ajena
al uso de lo extremadamente brutal en función de garantizar
la seguridad de los Estados Unidos.
Pero brutales no sólo en ese plano. Sino brutales
desde el dictado de las percepciones con que la CIA
ayudó a equivocarse a 11 presidentes de los Estados
Unidos en el manejo de temas críticos de la política exterior
norteamericana.
Diagnósticos errados. Información, cuando no ajena
a la realidad, filtrada por el enemigo. Diferencias entre
la burocracia que lidera la agencia y los núcleos operativos
que inexorablemente llevan a dos resultados: a)
mal asesoramiento al poder político para definir cursos
de acción; b) desconfianza, a modo de un ida y vuelta
permanente en el interior de la CIA, que conduce incluso
a la pérdida de vidas propias, cuando no a un drenaje impresionante
de recursos.
Vietnam es, en relación con toda esta cultura, un
tema queWeiner explora con minuciosidad. Ese pantano
que aún lacera la vida de los Estados Unidos (“Salgan de
ahí cuanto antes”, le había advertido Charles De Gaulle
al entonces muy joven presidente John Kennedy) es, en
manos de TimWeiner, un modelo de la arrogancia que
suele afectar al poder. El libro avanza en ese tema no
desde aquello que Richard Nixon denunció en “No más
Vietnams” (Edt. Planeta) como cháchara de papagayos:
“En Vietnam nos situamos en el lado equivocado de la
historia”. Sin asumirlo como fuente, en los hechos Tim
Weiner avanza en consonancia con dos reflexiones de
aquel mandatario al que le tocó admitir la derrota de los
Estados Unidos en el sudeste:
* Una: “Nuestro error principal consistió en ignorar
una de las leyes más estrictas de la guerra: no entrar
nunca en un conflicto bélico sin saber cómo se va a
salir”.
* Otra: “Las sucesivas administraciones americanas
incrementaron nuestra intervención en Vietnam del Sur:
primero ayuda, luego consejeros no militares y, finalmente,
tropas de combate, sin tener una idea clara de
cómo esta intensificación progresiva contribuiría a alcanzar
nuestro objetivo. Los políticos basaban sus decisiones
en lo que era necesario para impedir la derrota y
no en lo que precisábamos para obtener la victoria”.
Como lo demuestra claramenteWeiner, en la formulación
de todo ese desaguisado, por parte de la Casa
Blanca, la CIA fue un protagonista de primer rango.
Sin embargo, Vietnam le sirve al investigador para
rescatar una figura permanente en el esquema de poder
de la CIA: Richard Helms. Director entre 1966 y 1973
de la Compañía, como se designa generalmente a la CIA
en el mundo de la inteligencia, pero miembro de ella
desde mucho antes, Helms queda bien parado por dos
razones, como mínimo. La primera: desde finales de la
administración Eisenhower, vislumbra que los Unidos
se enredaron peligrosamente en Vietnam. La segunda:
cuestiona la política de asesinatos por parte de la CIA de
líderes opositores a los Estados Unidos. “Si empiezas
asesinando a un líder extranjero, ¿por qué los de afuera
no tendrían derecho a matar también a uno de sus propios
líderes?, es el argumento que sostiene Helms.
Pero Helms estuvo en soledad en tiempos en que la
Guerra Fría se jugaba en cada metro de tierra y agua que
diera forma al planeta.Y durante su mandato, la CIA asesinó
sin asco. El “Che” Guevara, por caso.
Helms, aun sin ser director de la CIA, fue despreciado
por John y Robert Kennedy. Le acreditaban –en tanto jefe
de Operaciones– el fracaso de Bahía Cochinos, la invasión
a Cuba financiada porWashington para derrocar a
Fidel Castro. Pero en entrelíneas, Weiner desliza que
aquel desprecio también tuvo mucho que ver con la autonomía
de pensamiento y criterio con que se movió
siempre el jefe de inteligencia.
Así, Helms es útil al autor del libro para demostrar un
flanco de los hermanos Kennedy poco explotado por la
investigación histórica: la obsesión por asesinar a Fidel
Castro. Una decisión que por momentos parecía estar por
encima de las posibilidades técnicas para cumplir con el
objetivo.
No se trata de no conocerse que los Kennedy incluso
entablaron negociaciones con la mafia –Sam Giancana
concretamente– para liquidar a Fidel. Es algo más profundo
lo que se extrae del libro en esta materia. Algo no
explicitado en términos absolutos, sino deslizado suavemente,
casi como promoviendo en el lector el surgimiento
de una idea que contradice cierto convencimiento
que viene del fondo de la historia sobre la relación del
dúo Kennedy con la CIA: vivieron acorralados por la
Compañía.
No fue tan así, se desprende del libro de TimWeiner.
Y en su libro “Bush en guerra” (Editorial Península)
cuenta BobWoodward –aquel periodista del casoWatergate–
que en la mañana del 11 de setiembre del 2001 el
director de la CIA, George Tenet, desayunaba en Washington
con el senador demócrata David Boren. El
rostro de Tenet reflejaba inquietud.
- ¿Qué te preocupa en estos días?- le preguntó Boren.
- Ben Laden- respondió el líder de la CIA.
Minutos después, un colaborador se le acercó.
- Señor, tenemos un problema grave- le dijo.
- ¿Qué ocurre?- preguntó Tenet, dando a entender que
no había nada que ocultar al otro comensal.
- Han atentado contra una torre del World Trade
Center, le respondieron. Rato después, los atentados eran
dos.
Para esa hora, en Sarasota, Florida, George Bush estaba
frente a un grupo de pibes de un colegio. Sólo sabía
del choque de un avión con una de las torres. Pero se le
acercó su jefe de gabinete, Andrew Card:
- Un segundo avión ha chocado contra la otra torre.
Estados Unidos está siendo atacado- le dijo y el color y
gesto que ganaron el rostro del presidente están inmortalizados
por algunas placas impecables.
Luego de pasear por los 60 años de vida de la CIA, en
el remate de su libroWeiner desnuda la ineficacia de la
CIA en relación con neutralizar, por un lado, a Ben
Laden; por el otro, a anticiparse a sus acciones, a pesar de
estar persuadida de que ya estaba en progreso un ataque
devastador. El investigador muestra cómo desde 1988,
momento en que Al Qaeda entra en la mira de la CIA,
ésta se convierte en un manojo de nervios y nada más que
nervios muy histéricos, incluso, destinados a matar a Ben
Laden. Podría sintetizarse ese capítulo de fracasos en un
renglón: “¡Está aquí!”, “¡no, está allá”.
Una frenética búsqueda alentada por el convencimiento
de que con la eliminación del líder de Al Qaeda se
terminaba el terrorismo de gran escala.
En ese marco, es sabroso cómo Tim Weiner abre la
caja de mentiras con que se movió Estados Unidos para
invadir Irak. “El pueblo estadounidense ha perdido la fe
en la capacidad de la CIA para dar en el blanco”, sentencia
el agudo periodista.
En todo caso, un problema más para el morocho Barack
Obama.
CARLOSTORRENGO
carlostorrengoðhotmail.com
(*) Editorial Debate, 2008.