Herminio Inostroza vive en Roca, tiene 69 años y la vitalidad de un adolescente. Se levanta todos los días a las 6 de la mañana para comenzar con la elaboración de las 60 docenas de churros que se compromete hacer a diario, con sorprendente dedicación.
En el 2007 incursionó por primera vez en el mundo de los churros. "Fue de casualidad, porque yo no tenía la menor idea de cómo se hacían", explica, y esboza una simpática sonrisa.
"Aprendí a hacer la masa y todo lo demás gracias a un amigo que me enseñó", cuenta, mientras se sacude sus manos llenas de harina en un delantal de cocinero que se nota "bien usado", y que le combina a la perfección con un gorro de chef. Nada queda librado al azar. "La higiene es lo primero", insiste.
Tiene 6 hijos y vive con tres de ellos. "Están muy orgullos de lo que hago", asegura.
Herminio tiene una pie cita en el fondo de la casa, que transformó en una especie de mini-fábrica, en donde todo lo que se ve son dos mesas, una churrera, una amasadora, una cargadora de dulce y una freidora. "Esto lo compré en cuotas y la verdad que me costó bastante porque tenía que trabajar mucho para tener todas las tardes los 80 pesos para el cobrador", confiesa.
Hace un tiempo, salía a vender sus churros de lunes a lunes, sin excepciones. Hoy, sólo lo hace los domingos y, a veces algunas tardes de la semana, ya que "por suerte", agrega, cuenta con gente que le ayuda. "Hacer esto me ayuda a vivir mejor y con lo que gano le doy oxigeno a mi sueldo de jubilado", sigue contando, mientras acomoda los churros crudos en fila sobre la mesa. Prolijos, todos idénticos... Es como un arte, visto desde afuera.
Además del rédito económico, Herminio encontró en este nuevo trabajo una "terapia", dice. Y parado frente a la freidora, no duda en afirmar que "este lugar es mi mundo, porque acá estoy desde la mañana temprano hasta la noche".