En tiempos de los paradigmas rotos, en especial de aquellos que giraban en torno del "sólido Occidente", y en días en que unos a otros nos deseamos mutuamente -casi como un eslogan- "¡Feliz Año Nuevo!", no vendría mal plantearnos qué hace cada uno de nosotros para que el otro realmente tenga un año feliz o aunque más no sea menos doloroso y más esperanzador. Tampoco vendría mal preguntarse con qué modelos y en qué ámbitos, sea escuela, universidad, gestión, discurso, etcétera, se nos enseña a ser mejores personas.
Un poco de historia
"Robert Damiens fue condenado en París el 2 de marzo de 1757. En la plaza de Grève, desnudo, en camisa y sobre un cadalso que allí fuera levantado, deberán serle atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas y su mano derecha -con la que intentó asesinar a Luis XV- quemada con fuego de azufre y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos. Pero como los caballos no estaban acostumbrados a tirar, hubo que usar seis y fue necesario, para desmembrar sus muslos, cortarle los nervios y romperle con hachas las coyunturas. Finalmente, se le descuartizó", dice la Gaceta de Amsterdam de ese entonces y sobre cuya minuciosa descripción prefiero omitir más detalles que sólo multiplican el sufrimiento de ese desdichado pero también de quien lo lee.
Han pasado más de doscientos cincuenta años desde aquella exposición simbólica de un cuerpo brutalmente mutilado y ofrecido como mensaje-espectáculo aterrador para quienes osaran delinquir, pero también para el goce morboso de aquellos que reclamando justicia eran capaces de estimular o producir un hecho de mayor crueldad y salvajismo que el delito juzgado.
El presente
Por más que parezca increíble y quizás constituya una paradójica señal para reflexionar sobre el sujeto que hemos ido destruyendo a través de los siglos, apelando a un futuro que se parece cada vez más a un pasado siniestro son varios los paralelismos que podrían hacerse entre aquella concepción y la actual.
En principio, podría decirse que a pesar del horror que envuelve por igual al verdugo y al condenado asistimos a un recrudecimiento del pedido de castigo -más que de justicia- sobre el cual conviene detenerse, no sin antes preguntarse: ¿acaso la demanda de leyes, de penas más duras y de todo artilugio destinado al escarmiento no está evitando reconocer el fracaso de la razón sobre el espíritu humano? Y, si es así, ¿quién o quiénes son los responsables por error u omisión de ese escenario? Entonces, ¿no será momento de empezar a construir conciencia antes de pensar cómo actuar sobre ella?
Si en pocos siglos hemos pasado del circo abominable de la muerte -que hoy muchos reclaman- como pena máxima a creer que con la certeza de ser castigado alcanza para apartar a cualquier persona del delito hemos caído -sin reparar en causas- en el reduccionismo de pensar que con semióticas jurídicas se resuelven los problemas.
Sigamos pensando
Pero si dejó de existir aquella concepción que se apropiaba del cuerpo para infligir castigo, ¿es que acaso habrá mutado -gracias a elementos más sutiles- para apropiarse del alma, instalando nuevos modos de pensar y de encarar la vida? Han cambiado los métodos pero el poder -el de siempre y que trasciende cualquier Estado y su relación con los individuos- se sigue manifestando con la voracidad de siempre, tan fuerte como antes o, quizá, más fuerte que nunca.
JOSÉ MARÍA BLANCO
(*) Economista y sociólogo