"¿A vos alguna vez te pasó de encontrarte involuntariamente a solas y a las 4 de madrugada con alguien que parece haberse escapado de la tapa de tu disco favorito?"
Dudo de que hayan sido éstas las palabras exactas, pero a Charly le gustó el piropo. Me dijo que admiraba a Prince y a Lou Reed, personajes que ocupan el siguiente eslabón en esta cadena de la idolatría y del cual no es necesario explicar quién es el que ocupa el estrato inferior en esta especie de escala de fascinación musical.
Fue raro. Como en esas películas tipo "Matrix" o "La casa de las dagas voladoras", donde el fulano queda como detenido en el tiempo mientras todo da vueltas alrededor. García estaba parado ahí. Su figura larguirucha e inconfundible se me apareció casi de la nada una vez que salté del último estribo del bondi. En una esquina, con calles vacías y sin gente, esperando un taxi bajo una noche fría y sin expectativas, el más genuino y puro de los punk argentos maldecía contra los tachos que se negaban a aparecer esa madrugada por Belgrano.
Era el invierno del 87, año en que se gestó "Parte de la religión", uno de esos discos perfectos de Charly, que presentó en una serie de recitales memorables en el Gran Rex a fin de ese año con un verdadero seleccionado de músicos: Fabián Von Quintiero en teclados, el Negro García López en guitarra, Fernando Lupano en bajo, Fernando Samalea en batería, Fabiana Cantilo en coros y Alfi Martins en sintetizadores.
Eran tiempos en que García era el rey de la Argentina, a pesar de su karma de vivir al sur. Eran tiempos en que el ego de Charly tenía un sustento creativo tal que, por ejemplo, a nadie alarmó demasiado que el bicolor le espetara en la cara al mismísimo Bruce "the boss" Springsteen: "Acá el jefe soy yo", en los camarines de la cancha de River durante el recital de Amnesty Internacional en el 88. El encantamiento soportado por la genialidad de su música y sus letras, trascendía ampliamente por sobre alguna que otra brusquedad de Charly. Ciertamente eran otros tiempos.
Luego de "Parte de la religión", García siguió un par de temporadas más con la gimnasia de hacer un disco por año. Editó "Cómo conseguir chicas" en el 89 y pisó los 90 con "Filosofía barata y zapatos de goma". En el 91 se juntó con Pedro Aznar para dar a luz esta vez a "Tango 4". En el medio de la grabación de la placa, Charly fue internado a pedido de su familia. Primeros indicios de que la lumbrera que le enseñaba el camino hacia la excelencia estaba perdiendo intensidad peligrosamente.
A tal punto que para un próximo disco de García hubo que esperar tres largos años. "La hija de la lágrima" (1994) y el MTV Unplugged (1995) fueron
quizá el último rayo de luz musical antes de la oscuridad guarnecida y de alguna manera justificada bajo el lema Say No More, concepto al que Charly se aferró para proteger la complejidad de un personaje que ya comenzaba a ganarle la batalla interna.
A esta altura a nadie ya le asombraba toparse con una de esas zapadas de Charly en The Roxy, cuando estaba en Congreso, que arrancaban a las 6 de la mañana y que casi siempre terminaban en escándalo. "No te asustes nena, es sólo rock and roll...", le dijo cierta noche a la rubia que estaba sentada al borde del escenario y cuyas largas piernas colgaban cerca de él. Charly, vaso de JB en mano, acababa de interrumpir el "mini recital" tirando su guitarra sobre la batería de Oscar Moro, su ocasional partenaire en otra noche de locura.
A partir de 1995 y hasta el 2007 (Kill Gil), García editó siete placas. El bicolor, (sub)consciente de que ya nada era igual, intentó algún que otro manotazo de ahogado que ayudara a reflotar su genio. Buscó segundas partes con Joe Blaney, el productor del insuperable Clic Modernos, para hacer Alta Fidelidad (97). Pero el caos en que estaba sumido Charly, con condiciones poco ortodoxas para trabajar, hizo imposible una buena convivencia con Blaney.
El derrotero de Charly es esta parte de su vida, se sabe, terminó en los brazos de Palito Ortega, que cobijó al ídolo y lo devolvió a la música. Es cierto, García parece otro. La actual fisonomía de Charly se asemeja a uno de esos imitadores que merodean los shows de su cantante favorito y buscan parecérsele. Una especie de copia no muy lograda de sí mismo.
Charly ya no está tan flaco, toma mate y gaseosas, no se tira a la pileta de un noveno piso, no hace bardo, no les pega a los sonidistas ni va por ahí demoliendo hoteles, al menos por ahora. Toda esta coctelería explosiva de un pasado aún a flor de piel le dio paso al bad boy rockstar e incineró al músico de las canciones filosas que rescataban verdad de la hipocresía y regalaba arte.
Es probable de que ya no sea capaz de escribir canciones que desde el vamos presagiaban ser himnos inmortales, pero tratándose de Charly no es poca cosa que podamos volver a escuchar las que ya están, y en buena forma tal como aseguraron testigos de los ensayos previos a la gira que comenzó el último miércoles en Lima. La música y las letras por sobre toda pose.
Charly enterró las armas de autodestrucción cuando se dio cuenta de que el aguante suele ser a veces una metáfora sin sentido. Pareció entender que la caravana de los excesos jamás se deja alcanzar porque en definitiva no tiene fin. Nadie pudo ni podrá. Charly tampoco, y es por eso que sabiamente eligió sentarse otra vez detrás de un piano, su mejor lugar en el mundo.