Kabul se ha convertido en un fuerte militar antes de las elecciones presidenciales del jueves. Por el cielo flota un zeppelin blanco con cámaras que vigilan la ciudad. Aun así, un atacante suicida logra atravesar los puntos de control y dirigirse al centro de la capital con su vehículo gris, que transporta una carga mortal de explosivos.
Frente al cuartel general de las fuerzas internacionales de la ISAF casi siempre hay visitantes esperando e incluso niños que intentan vender pulseras o chicles a los extranjeros. Hacia las 8:30 el atacante detona frente al portón del edificio de la ISAF los 500 kilogramos de explosivos en su coche. Al menos siete civiles afganos pierden la vida y más de 90 afganos resultan heridos, incluyendo varios soldados de la ISAF. Las fuerzas macedonias colocan al personal de vigilancia ante el portón. Un muro de contención de bombas que llega a la altura del pecho y que separa la calzada entre el suicida y el cuartel general impide que la virulencia de la explosión impacte en el portón de entrada. En cambio, el Ministerio de Transporte al otro lado de la calle resulta gravemente dañado. Numerosas personas sufren heridas por los fragmentos de cristal de las ventanas rotas.
Es cierto que Kabul ha vivido en los pasados años atentados más mortales.
Sin embargo, la fuerza simbólica del reciente baño de sangre es casi insuperable. Los soldados de la ISAF, provenientes de 42 naciones, son para los talibanes "ocupantes" infieles que protegen el gobierno en Kabul, tan odiado por los insurgentes. Los rebeldes luchan por el restablecimiento del emirato islámico de Afganistán. Unas elecciones que seguirían legitimando el sistema democrático no entran en su concepto, según el cual los afganos deben ser alejados de las urnas con amenazas y violencia.