COMODORO RIVADAVIA (enviado especial/AN).- Cuando llegan por primera vez a la plataforma Ocean Scepter los trabajadores reciben dos números: uno designa la habitación donde estarán la mayor parte del tiempo cuando no trabajen; el otro cifra buena parte de sus chances de supervivencia si algo sale mal, ya que denomina la balsa que deben correr a buscar si hay una evacuación repentina.
Se quedarán a 40 kilómetros mar adentro, en el Atlántico Sur, frente a la costa de Comodoro Rivadavia, y dedicarán todos sus esfuerzos a seguir buscando petróleo, 90 metros más abajo, donde un enorme trépano perfora el lecho marino.
Vista desde el helicóptero, único medio de transporte utilizado para llegar, la plataforma parece una maqueta posada sobre un infinito paño que combina diferentes gamas de verde, azul y turquesa. La percepción cambia apenas uno la recorre. Así, lo que antes era una postal, de pronto surge como un imponente edificio de unos 50 metros de altura, con una vista privilegiada del océano y parte de su fauna.
Por ejemplo, debajo de la descomunal estructura 10 lobos marinos se regodean panza arriba junto a uno de los barcos remolcadores. Son puntuales: es mediodía y ya se acostumbraron a que parte del pescado que forma parte de la dieta habitual de los tripulantes podría tocarles en suerte, si en la cocina, 30 metros más arriba, alguien piensa en ellos.
El mar está planchado, y despide unos destellos plateados que obligan a entrecerrar los ojos. Las condiciones son ideales, si se las contrasta con las enormes olas que soportó la plataforma operada por YPF en el estrecho de Magallanes, durante una etapa anterior de la exploración (ver aparte).
"El 70% los trabajadores tiene entre 23 y 27 años", cuenta Rubén Agüero, el único médico a bordo, en la recorrida que "Río Negro" hizo en la imponente estructura frente a la costa patagónica. Las paredes del laberinto de pasillos están repletas de carteles con las palabras "seguridad", "peligro" y "danger".
El "Doc", como todos le dicen a Rubén, tiene 32 años, y un inconfundible acento riojano. Como la mayoría, llegó tentado por los muy buenos sueldos, que superan fácilmente los 10.000 pesos por mes, y que sobresalen en un rubro donde el techo salarial es elevado.
El impiadoso ritmo que impone la cotidianidad no da tregua: se trabaja o se descansa. Los operarios tienen a disposición un gimnasio provisto de cintas, bicicletas y pesas, pero son pocos los que encuentran disciplina o resto físico. "Son siempre los mismos diez los que vienen. El trabajo es duro, y con eso tienen de sobra", explica Agüero, junto a una de las bicicletas, y cuenta que la mayoría de los 120 trabajadores tiene sobrepeso. El médico, dice, se limita a atender algunas dolencias musculares en el mini hospital equipado para cirugías menores que posee la plataforma sostenida por tres patas descomunales en la profundidad del mar (ver aparte).
Es mediodía y unos 30 trabajadores se reúnen en el comedor: una especie de autoservicio de quince metros por lado, que cuenta con un menú tan amplio como buena parte de la cocina de toda América: mexicanos y venezolanos encuentran ahí todo el picante que reclaman; los estadounidenses, la mayoría del personal especializado, impusieron un café súper negro y espeso, difícil de beber para los locales. "El único requisito para entrar al comedor es estar limpio. Es el lugar más visitado", dice Víctor Pasqualone, el company man, coleccionista de motos. "Tengo 42", dice afuera, apoyado junto a uno de los tantos balcones que dan al mar de la Ocean.
Afuera es donde se tiene verdadera dimensión: dos enormes grúas se complementan para llevar máquinas, provisiones, caños y herramientas. La plataforma tiene tres niveles interconectados por pasillos y escaleras a la intemperie. Cada paso implica una lucha contra el vértigo: los pisos de parrillas metálicas dejan ver, decenas de metros más abajo, al mar entrecruzado por recortes de lozas metálicas, máquinas y caños en los niveles inferiores; los trabajadores se vuelven diminutos hombrecitos yendo y viniendo.
Dentro de la Ocean no hay mujeres; están prohibidos el alcohol y las drogas. El único vicio permitido es el tabaco. Pero sólo en la sala de fumadores, donde hay un plasma de 30 pulgadas, que apenas se divisa entre los nubarrones de humo, pese a la ventilación automática.
Luego de los turnos de 12 horas que rigen para todos, la mayoría se retira a su habitación: tres metros por dos, dos camas cuchetas, baño compartido. Excepto las "vip" (para una sola persona, reservadas a un puñado de jefes). Ahí hay lugar para un plasma de 15 pulgadas, con televisión satelital, y uno de los bienes más preciados: internet Wi-Fi, lo que para la mayoría implica saludar a sus familiares, a miles de kilómetros de distancia, desde el sur del mundo, contando un día menos para el regreso.
FERNANDO CASTRO
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