Fue uno de los pensadores más talentosos que tuvo Argentina en la posguerra: Gregorio Klimovsky. Durante varios años (1986 a 1990) este diario lo contó como columnista en páginas de opinión. Columnas que ya forman parte del capital más exquisito que desde el pensamiento se han publicado en esa sección.
Republicano. Socialdemócrata. Tenaz crítico de los totalitarismos, Klimovsky -"Gregorio, por favor, Gregorio", se franqueaba en el diálogo- fue un decidido defensor de los derechos humanos, desde donde integró la Asamblea Permanente y la Conadep. Pero intensa, tanto que ha dejado huellas muy profundas, fue su labor en el campo académico por la amplitud de criterios y la disposición que siempre volcó a favor de una Argentina todavía por armar.
Gregorio se forjó intelectualmente en una fe firme y serena en el poder del pensamiento, en el apasionante valor del conocimiento. Construyó su saber y se ratificó en convicciones siempre contemplando lo distinto. Siempre vinculado con "ese otro" que sustenta lo diferente sin dogmatismo.
Porque el enemigo de Gregorio fueron los dogmatismos, esas estructuras mentales afincadas en el pensamiento consagrado nada más que por la tradición y el miedo. O por comodidad. El enemigo de Gregorio era, en todo caso, la pereza mental.
A modo de un Bertrand Russell criollo, a la hora de acunar ideas dejaba que la oscilación entre conclusiones distintas discurriera sin temor a la contradicción. Nada de esquivar la duda. Avanzar sin tensiones, sin apuro, a la verdad, a la que siempre también vio como escurridiza, esquiva. "Coqueta y casquivana", llegó a escribir.
-Ya lo dijo nuestro furioso sanjuanino? ¡Las dificultades se vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas! -reflexionaba y de ahí en más "Facundo" era el tema.
Gregorio siempre supo que un intelecto libre, inquisitivo, jamás ancla en la certidumbre que se presenta como definitiva. Terminante.
Poco importa a estas líneas si el pensamiento de Gregorio se nutrió en las matemáticas o en la filosofía para luego derivar en la epistemología. Tema menor a la hora de reflexionar sobre un ser que hizo del pensamiento e ideas un acto inmensamente generoso. Su inmensa biblioteca -más de 8.000 libros en cuyo origen estaban un padre y una madre muy cultos- siempre estuvo abierta. Le gustaba enseñar. Llegar a una cita en un café trayendo en gastado portafolios de cuero y sin manija, un librito ajado y cargado de décadas donde figuraba aquella deducción o esta interpretación?
-¡Recuerda lo que estuvimos hablando días pasados!... ¡Mire, mire! -decía.
-Y mire esto otro -acotaba mientras rescataba de un sobre un recorte de diario o revista de tiempos inmemoriales.
-Todo perdido menos la idea, o sea nada está perdido -remataba siempre que la conversación languidecía con promesas de renovarse. Reía suavemente, su ojos se hundían bajo cejas negras muy pobladas. Y se iba.
-Voy a amontonar años y después me muero -dijo otra tarde en la Agencia Buenos Aires de este diario. Corrían los finales de los ´80.
Cumplió, se fue con 86 a cuestas.
Fue muy lindo tratarlo.
CARLOS TORRENGO