En su libro "No hay padres perfectos", Bruno Bettelheim sostiene que el juego enseña simbólicamente cómo el chico tiene que conocer y utilizar sus talentos particulares y su lugar en la sociedad para aprovechar al máximo sus oportunidades, con el debido respeto al área en que se desarrolla el juego (en este caso la cancha y la tribuna), que representa la vida.
"Hay que saber calcular las probables contrajugadas del contrincante, del mismo modo que en la vida es necesario considerar y anticiparse a las probables reacciones que provoquen nuestras propias jugadas, lo que constituye una habilidad importantísima para la convivencia".
Pero cuando aparece el adulto colocando trampas, aclara el psicólogo social Moffat, "el juego ya deja de ser juego para pasar a ser un engaño, una farsa".
¿Qué se juega un padre, entonces, en el juego de sus hijos? "Sus fracasos. Es evidente. Le hacen pagar a sus hijos lo que ellos antes no lograron", sostiene.
"Los padres debieran comprender y aceptar que el mundo lúdico del niño es tan real e importante para éste como para ellos lo es el mundo del trabajo y que, por consiguiente, debería concedérsele la misma dignidad", piensa Bettelheim. Esa dignidad, sostiene, el chico la encontrará en paz y sin la perversión de sus adultos.