Don Flamilio Méndez campea el piño desde lo alto de un cerro, al borde de la ruta 43. Ágil a los 70, va y viene en tramos cortos sobre su caballo marrón. Es el estratega.
Abajo, chiflan sus hijos, ladran los perros y saltan algunas de sus 700 chivas, tercas como ellas solas. Se desarma la tropa y se hace un embudo en el faldeo. A grito y corridas, los crianceros ordenan a la marea, peluda y viva, que, en un abrir y cerrar de ojos, se encuadra cual formación marcial. Corre noviembre en el norte neuquino. Late, aún con vida, la ancestral ceremonia de los arreos en la Cordillera del Viento.
Como Méndez, otros 1.500 crianceros sobreviven a las adversidades, que no son sólo los climas extremos. Les bloquearon los callejones de arreo, casi no tienen agua en el camino, se vendieron y alambraron los campos donde hacían posta y cualquier trámite les cuesta el doble; más de una vez deben esperar que funcionarios que antes estaban en Chos Malal ´hagan tiempo´ para venir desde Neuquén.
La falta de política hacia los crianceros puede interpretarse como un plan en sí: desalentar la cría caprina y apostar a grandes inversores. ¿Por qué no una convivencia?
Pero los viejos crianceros resisten y -al cabo- ofrecen un producto gastronómico calificado ¿qué gourmet puede resistirse a un chivito al asador?
Se saca el sombrero Flamilio, aprieta mi mano y se ofrece íntegro, aunque no entienda muy bien de qué se trata la visita. Lleva seis días de arreo complicado, desde su puesto en Cerro Villegas a 90 kilómetros del lugar donde nos encontramos. Desde hace 60 años anda por la misma huella, la distancia es la misma pero ahora tarda mucho más.
"Está difícil conseguir gente para este trabajo, los jóvenes no quieren venir. ¿Qué sé yo? Esto es producción y tanta gente que hay en todos lados, eso es todo ´desfasaje´", dice sin sacar los ojos del piño.
El invierno fue duro. Hizo estragos. Mucha agua. Hasta cayeron puentes. Pero el péndulo hace justicia: los campos están verdes y los chivitos "vinieron" gordos. "Están lindos los animalitos", dice y cuenta que su hijo Luis Alfredo viene abajo, con poncho, mangas largas y sombrero: "Lo que sirve para el frío, sirve para el calor", me explican.
Durante los días de trashumancia se mantienen a mate, chivo y tortas fritas y alguna ensaladita cuando están cerca de Chos Malal, pues las hojas se secan rápido en este noviembre que promedia los 35 grados. Arriba, todo es más tranquilo, salvo por los "leones" (pumas) que en una noche pueden cargar con una veintena de chivas o terneros.
Unos kilómetros más atrás, otro Méndez, Luis Emilio (55), arma una ranchada junto a un molino que no gira. Entonces, no hay agua. Luis Emilio lleva el arreo con sus sobrinos Ariel (12) y Daniel (11). No es pariente de Flamilio, pero lo conoce. Todos se conocen aquí.
"Vienen mis sobrinos porque no se consigue gente para este trabajo. Parece que todo se hace para que no vengamos más. No hay agua pero tuvimos que parar ¡está bravo el calor!", dice el hombre que suma cinco días desde Los Chihuidos. "Hay hartos alambres", agrega y cuenta que, por suerte, los animales están bien alimentados: "En el año murieron 180, cayeron secos".
"Son hombres grandes los crianceros y la mayoría no tiene quién lo reemplace. Creo que eso es lo que se quiere, que todo se termine con ellos. Sus invernadas están en lugares donde hay petróleo o recursos mineros y las veranadas son aptas para la forestación o la explotación turística", advierte el ingeniero zootecnista Gabriel Palmili. El especialista dice que las posibilidades de la actividad son muchas, que el producto es único, que todo está estudiado pero que los gobiernos nunca se preocuparon en instrumentarlo. Para Gabriel, la degradación que produce el ganado caprino no es tan dramática como se la pinta, es controlable y la gente, los hombres de campo, necesitan asistencia profesional. No subsidios como promueve un ex diputado. El problema es que los jóvenes huyen del campo. La edad promedio del criancero es 57 años.
La trashumancia caprina es el motor de la economía norteña. Quien piense que los crianceros no son amigos del esfuerzo y que sólo esperan que las chivas coman y paran, puede andar algunas horas a la par de un piño en tránsito.
Trepan Flamilio y su gente hacia su veranada en Manzano Amargo, bien arriba, en el límite con Chile. Les quedan seis días de viaje. Unos metros más arriba su esposa prepara la masa para las tortas fritas de la noche y cuida los chivos guachos: media docena en la caja de una vieja Dodge celeste. Allí dormirán sobre matras, cueros y colchonetas.
Van los Méndez por callejones, que ya no son los mismos. Los alambres ganan espacio y los empujan hacia el asfalto o al pedrerío. Deben ir rápido para llegar a las pocas postas posibles. Muchos animales no aguantan.Y mueren.
Cada vez es más complicado controlar a los animales, que se meten por debajo de las alambradas y van en busca de las aguadas en propiedad privada. Este año demoró mucho la salida porque la Dirección de Tierras no le daba el permiso de veranada. Quien firma ese papel ya no está en Chos Malal sino en Neuquén. Y las dos veces que Flamilio fue desde su campo hasta la oficina de Tierras, el funcionario no estaba. "Antes hacían los papeles con lapicera y era rápidito, ahora con la computadora si que se tarda", se quejan.
Sólo entrado noviembre, Luis Vivanco -"el jefe de Tierras"- llegó a Chos Malal a firmar solicitudes. En los corrales las chivas saltaban solas apurando a los arrieros. Habrá que rastrear en ese instinto el secreto de los últimos trashumantes de la Cordillera del Viento.