CLAUDIO ANDRADE
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Su vida ha sido la película, sin cámaras ni guión escrito, de un hombre que nace perfecto pero que termina convirtiéndose en un monstruo. Un día, cuando Mickey Rourke ya no esté entre nosotros, un productor independiente le dará forma a ese texto invisible que espera su turno a la pantalla. Tal vez la bautice como su última película, "The Wrestler", dirigida por Darren Aronofsky, y que hace unos días obtuvo el León de Oro en Venecia. Bueno en su caso podría denominarse: "The Wrestler: the real story".
La historia de Aronofsky cuenta la vida de un luchador desgastado por el combate, quebrado económica y psicológicamente, y apartado de los suyos. ¿Alguna semejanza con la realidad?
"Puedo decir honestamente y ahora mismo que esta es la mejor jodida película que he hecho nunca," ha dicho Rourke y quizás no se equivoque. Desde hace un tiempo Mickey Rourke viene interpretando metáforas de sí mismo y esa puede considerarse la clave de su regreso. Ya se especula con que el personaje de Randy "The Ram" Robinson podría conducirlo por primera vez a obtener un Oscar. Aunque es un poco difícil imaginar a la industria premiando a quien, cuando supo tener éxito y dinero, fue uno de sus más descarnados críticos.
De los muchos aspectos controversiales que rodean a la figura de este actor, uno de los que más destaca, es que producto de sus constantes crisis mentales y su alocada forma de vivir, le han quedado huellas irreparables en el rostro. Rourke es la burda caricatura del galán que una vez fue. Un pedazo de bistec mojado, grasoso, como lo describió el crítico de cine inglés de "The Guardian", John Paterson.
Sin embargo, en los últimos años ha logrado recurrir al núcleo de su humanidad, lo único no corrompido por su ego devastado y devastador: su talento como artista.
Su participación primero en "Animal Factory" de Steve Buscemi, como un travesti hundido en lo profundo de una prisión, y luego su papel en "Sin City", en el cuerpo de un antihéroe al que todavía le queda algo de corazón, fueron señales de una notable recuperación actoral.
Habían pasado muchos años desde que Rourke sellara su decadencia haciendo un bonus track de "Nueve semanas y media" en "Orquidea Salvaje".
A principio de los 90, cuando Rourke se las daba de boxeador, dio una agitada conferencia de prensa en un hotel céntrico de Buenos Aires.
Entonces llamaron la atención su onda, su elegancia al vestir y el susurro de su voz tal cual las películas. El tipo aun era hijo de su propia magia y vestido de saco y corbata eludió preguntas tontas y dijo lo que quiso. La noche antes, según contó alguien de la producción, se había dedicado a perseguir chicas y encontró motivos de roña en todos lados.
Años después la prensa del mundo lo descubrió deprimido y solitario, viviendo en un pequeño departamento en Miami. Como los boxeadores en la vida real, el actor lo había perdido todo. Excepto a su perrito "Lucky". Su rostro destrozado, sus manos heridas de tanto golpear las paredes, su pobreza creciente, lo hacían un personaje de novela "Bukowskiana". Justo él que interpretó al escritor Charles Bukowski en "Mariposas de la noche".
Mantenía el ritual del gimnasio donde lo dejaban entrenar gratis de tres a cinco horas por día en homenaje a su pasada celebridad. Miami era volver a sus inicios, de allí salió siendo un don nadie, allí volvió en silencio.
El papel que ha encarnado en "The Wrestler", le exigió una enorme concentración y fuerza de voluntad. Debió acrecentar su humanidad y someterse a la presión de representar a un perdedor de la vida. Un ser cansado de luchar pero un luchador al fin. Un auténtico Mickey Rourke.