La Argentina dista de ser el único país en que el optimismo de hace apenas medio año se ha visto reemplazado por la sensación de que hasta nuevo aviso todo será peor. Algo muy similar acaba de ocurrir en España y en otros países europeos, además del Japón, donde pocos habían previsto que la economía local empezaría a achicarse en la primera mitad del año en curso. Pero aquí los cambios de clima suelen ser más extremos que en otras latitudes. Es comprensible. En varias ocasiones en el pasado, una etapa signada por la euforia contagiosa de una clase media con dinero en el bolsillo que viajaba por el mundo disfrutando de su buena fortuna se ha visto seguida, casi sin solución de continuidad, por otra caracterizada por la desesperación generalizada.
Es lo que sucedió con dramatismo excepcional a comienzos del milenio, pero no fue la primera vez en la que, para desconcierto de casi todos, la economía del país no sólo se frenó, como de cuando en cuando hacen todas, sino que se desplomó, devolviendo a millones a la pobreza de la cual hacía poco habían salido. Como es natural, el temor a que la historia pueda repetirse afecta a casi todos, lo que significa que incluso una mala noticia no demasiado importante puede ser suficiente como para desatar una corrida bancaria costosísima.
¿A qué se debe la inestabilidad crónica así manifestada? ¿Es inevitable en un país "periférico" cuyas vicisitudes dependen en buena medida de lo que ocurre en "el centro" y que por lo tanto sube y cae de acuerdo con la evolución de los siempre volátiles mercados internacionales, o tendrá que ver con la propensión de una parte sustancial de la clase política a asumir una postura hostil hacia el mundo tal y como es y por eso a sentirse constreñida a resistirse a las presiones tanto materiales como intelectuales procedentes del exterior? La segunda explicación parece más atinada. A diferencia de lo que sucede en Asia, donde en los años últimos gobiernos muy nacionalistas no han vacilado en aprovechar las enseñanzas suministradas por la experiencia ajena, en la Argentina la voluntad de creer que aquí las reglas comunes no son aplicables sigue siendo muy fuerte.
Dicha actitud, más el deseo de muchos políticos de convencer a sus compatriotas de que los fracasos económicos reiterados, y sus pavorosas consecuencias sociales, no se deben solamente a una serie de gestiones desafortunadas protagonizadas por ellos mismos sino también a la estupidez o malicia del FMI y del capitalismo "neoliberal" foráneo, han dado lugar a la convicción de muchos de que para prosperar la Argentina necesita contar con un "modelo" claramente propio. Asimismo, toda vez que surgen dificultades graves aparecen disidentes que afirman que hay que abandonar el "modelo" existente para reemplazarlo con otro distinto. Esta forma tan rígida de pensar es peligrosa, ya que una vez que un gobierno se ha comprometido con lo que insiste es un "modelo" económico muy distinto de los demás se resistirá a permitir modificaciones, por menores que fueran, y acusará a quienes las reclaman de querer impulsar una transformación realmente radical.
He aquí una razón por la que, luego de disfrutar de algunos éxitos iniciales, tantos gobiernos nacionales han protagonizado desastres atribuibles a su negativa a tomar a tiempo las medidas que les hubieran permitido esquivarlos. Parecería que la inflexibilidad dogmática forma parte del ADN de una proporción notable de la clase política del país. Aun cuando sus integrantes no sean militantes de una agrupación que se enorgullece de sus fuertes prejuicios ideológicos, con contadas excepciones son reacios a adaptarse a circunstancias económicas nuevas por miedo a brindar la impresión de ser personas sin convicciones genuinas.
Como ministro de Economía de un gobierno que hace tiempo cumplió cinco años, Carlos Fernández se siente obligado a reivindicar lo hecho hasta ahora, pero así y todo sorprendió a muchos cuando en una de sus escasas apariciones públicas afirmó que "este modelo no se cambia, se profundiza". O sea, habrá más de lo mismo a pesar de que hay buenos motivos para pensar que el país se dirige hacia una más de sus esporádicas crisis económicas. No sólo se trata de la opinión de los malhumorados gurúes de Wall Street que prevén para el año que viene un escenario nada agradable. También se ha entregado al pesimismo la mayoría de los argentinos: conforme a una encuesta reciente, más del 50% de los consultados creen que la situación es mala y menos del 30% supone que podría mejorar en los meses próximos. Lo lógico, pues, sería que el gobierno de la presidenta Cristina Fernández
de Kirchner, consciente de que resulta urgente restaurar la confianza de la ciudadanía en el futuro inmediato, se manifestara más que dispuesto a innovar. Es lo que hacen en circunstancias parecidas todos los gobiernos de los países desarrollados, donde la negativa a cambiar cuando los problemas comienzan a amontonarse es tomada por un síntoma de agotamiento, no de fidelidad encomiable hacia una doctrina determinada.
Nos hemos acostumbrado a hablar del "modelo" kirchnerista, dando a entender así que se trata de un esquema coherente que se inspira en una ideología particular, pero en el fondo sólo es una variante más de la mezcla de capitalismo liberal y estatismo que se da en virtualmente todos los países, salvo Corea del Norte. Sin embargo, por creerlo un "modelo", el gobierno parece sentirse obligado a defenderlo contra sus críticos con un fervor que no sentiría si fuera cuestión de una mera "política económica" común. En tal caso, pocos negarían que convendría tomar medidas para, entre otras cosas, reducir la inflación o reaccionar con sentido práctico ante fenómenos como el aumento mundial de los precios energéticos, pero el gobierno kirchnerista no quiere hacer nada de eso porque a su juicio lo que está en juego es un "modelo" que refleja toda una filosofía política. Para los comprometidos con visiones ideológicas -sofisticadas o rudimentarias, da igual-, pragmatismo es una mala palabra, pero en un mundo tan cambiante como el nuestro, quienes se resisten a adaptarse a circunstancias no previstas por motivos que según ellos derivan de principios inclaudicables son más peligrosos que los oportunistas que, libres de prejuicios, saben muy bien que sería insensato chocar frontalmente contra los obstáculos que se encuentran en el camino cuando sería fácil soslayarlos.
JAMES NEILSON