El productor cipoleño Carlos Carrascós tuvo una buena idea: llamar la atención en el Congreso sobre el obstáculo de las retenciones también para la fruticultura y la larga lucha del sector para, cuanto menos, bajarlas.
El problema fueron sus modos arrebatados.
Si su intención fue cosechar minutos de gloria televisada, se trató de un interés mezquino de cara a la necesidad de calma tras meses de convulsión y de urgencia para dirimir el nudo de las confiscaciones a los exportadores.
Carrascós no ayuda ni a uno ni a otro objetivos.
Emplear tonos impetuosos (de tal forma que muchos pensaron que estaba a un tris de irse a las manos) y generar al día siguiente incidentes con empujones e insultos a las puertas de un recinto donde no entraba un alfiler, asimila a Carrascós con los grupos de choque kirchnerista que el país ha repudiado.
Su actitud puede transferir al campo una imagen matonesca que el grueso de la dirigencia rural no tiene ni comparte.
Pero, además, termina siendo funcional a un gobierno que espera precisamente señales de distracción para ganar tiempo e intentar imponer su inflexible Resolución 125.