La UE volvió a demostrar que es un gigante con pies de barro. Irlanda, con menos del 1% de los 490 millones de ciudadanos europeos, puso en terapia intensiva al tratado que reforma sus instituciones.
El desconcierto de los líderes europeos era ayer evidente: no había "plan B" ante un eventual rechazo, y seguramente el voto negativo irlandés impedirá que entre en vigencia el 1 de enero del 2009, como estaba previsto.
El canciller italiano, Franco Frattini, se quejó porque "impedirá tomar decisiones claves sobre seguridad, migraciones, política energética y ambiental", entre otras.
Pero tampoco hay que ser tremendistas. No es la primera vez que la asociación de países más importante del mundo mira de cerca el abismo. Le pasó en 1992, cuando Dinamarca rechazó el Tratado de Maastricht que consolidó la unidad política de la UE. Tras varias reformas, lo votó favorablemente en 1993. También Francia y Holanda decretaron en el 2005 la muerte de la Constitución Europea, al rechazarla en sendos plebiscitos.
Al final, siempre hubo una solución política. Porque, aunque estas votaciones reflejan a menudo la enorme distancia entre las prioridades de los políticos de la UE y lo que ocurre en la vida cotidiana de la gente, la corriente favorable a la integración siempre terminó por imponerse al "euroescepticismo".
LEONARDO HERREROS