NEUQUÉN (AN).- De Nevares se llevó a la tumba -a su "encuentro definitivo con Tata Dios" diría él- un secreto que en su tiempo habría hecho empalidecer no sólo a los neuquinos que le profesaban una devoción sin reservas por su valiente lucha contra la represión criminal de la última dictadura, sino a todo el país.
A finales de 1978, durante uno de sus frecuentes viajes a Buenos Aires para encontrarse con las Madres de Plaza de Mayo, un grupo de tareas estuvo a punto de secuestrarlo o, quién sabe, asesinarlo.
Acaso porque sabía que el miedo "es contagioso y paralizante" y por eso es mejor conjurarlo como a los malos espíritus, De Nevares se cuidó de ventilar el tema en su momento. Luego, durante los años que separaron el episodio de su ida de este mundo don Jaime, fiel a su proverbial sobriedad, se guardó los detalles de aquel atentado fallido con el que los represores del Proceso estuvieron a punto de borrar del mapa al segundo obispo argentino después de monseñor Enrique Angelelli, caído en La Rioja en 1976.
En Aeroparque
La que sigue es la historia de aquel episodio -que al menos tres fuentes confirmaron a este diario- contado por un amigo del obispo, protagonista casual de los hechos.
Hacia finales de 1978, después del Mundial de Fútbol y antes de la llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA que empezó a ventilar en el mundo los horrores de la dictadura, cuando el terror todavía hacía la pata ancha en la Argentina, De Nevares fue interceptado en Aeroparque por un joven con el que había hecho amistad cuando hizo el servicio militar en Neuquén y con el que mantenía contacto por correspondencia.
Tras avisar telefónicamente a De Nevares que en su próxima visita a Buenos Aires corría riesgo de muerte, el joven cuyo nombre era Alberto, fue hasta Aeroparque con otras dos personas y rescató al obispo del escenario donde se supone que podía ser víctima de un atentado, llevándolo en un vehículo hasta un lugar seguro.
Al parecer Alberto, quien para ese entonces se había casado y tenía un hijo cuyo padrino era el obispo, había ingresado al cuerpo de Bomberos de la Policía Federal, y en su trabajo había tenido conocimiento de que un grupo de tareas tramaba operar contra el prelado, inclusive que ya había requerido la temible "zona liberada" para actuar sobre su presa.
Alberto -las fuentes no recuerdan su apellido- llegó a ser encargado de la Casa del Soldado, una especie de club del conscripto que De Nevares, con su gran corazón, armó en dependencias del obispado para poner bajo su protección a los muchos colimbas de otras partes del país que pasaban sus francos deambulando por las frías calles de la capital neuquina.
El episodio de Aeroparque fue presenciado por el cura Rubén Capitanio, actual párroco de Centenario, que en ese entonces se desempeñaba como encargado de la casa de formación para seminaristas neuquinos del barrio de Villa Devoto de la Capital Federal, y que había concurrido a Aeroparque, como era su costumbre, para llevar al obispo en un Citroën destartalado durante sus desplazamientos por la capital.
Testimonio directo
"En esa oportunidad De Nevares llamó por teléfono y me hizo llegar el mensaje de que no fuera a buscarlo seguramente porque, enterado de que se iba a suscitar una situación de riesgo, quería ponerme a resguardo. Pero a mí me interesaba asegurarme la visita de él a nuestra casa, y fui igual", refiere el cura párroco Capitanio.
"Cuando me vio yo le noté la cara de sorpresa, y en cuanto traspuso la puerta de la sala de embarque tres personas se me adelantaron y lo rodearon, haciéndole un verdadero escudo humano. Yo no sabía nada y me sorprendí. Enseguida el obispo les aclaró a los tres extraños, como para calmarlos: 'quédense tranquilos que es el padre Capitanio'. Luego, mirándome a mí me dijo: 'para qué viniste, sos incorregible'".
"Don Jaime tenía el criterio sabio de no dejar avanzar al miedo porque -decía- es contagioso y paralizante. Un día, cuando había pasado mucho tiempo de la dictadura, me confesó que más de una vez había sentido miedo al entrar de noche solo al obispado", continuó relatando Capitanio.
No obstante, el cura de Centenario recuerda que Jaime "no perdía nunca el humor, ni en los momentos más difíciles", y reflexiona sobre el hecho de que "Dios es justo, (porque) con la poca cabeza que tenemos lo peor sería que la usáramos para asustarnos".
HÉCTOR MAURIÑO
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