Una de las imágenes más duraderas de la guerra de Irak fue el derribo de la enorme estatua de Saddam Hussein en la Plaza del Paraíso de Bagdad el 9 de abril de 2003, casi tres semanas después del comienzo de la invasión. Los iraquíes bailaron sobre la efigie derrumbada, la golpearon y la patearon como gesto simbólico de su desprecio hacia el dictador que había llenado de miedo sus corazones. En todas partes de Bagdad hubo escenas similares de júbilo.
La destrucción de los muchos retratos y estatuas de Saddam que "adornaban" la capital marcó el fin de un cuarto de siglo de régimen autoritario. "La mayoría de los iraquíes e incluso algunos miembros prominentes del partido Baath (entonces en el poder) querían cambiar el régimen, pero no la ocupación estadounidense del país", recuerda Harb, un experto en derecho.
Con la ocupación militar estadounidense comenzó una nueva época de miedo, producto de un círculo vicioso de violencia en todas sus modalidades. Desde el 2003 hasta el día de hoy Irak ha sido golpeada por una ola de criminalidad, con asesinatos indiscriminados, saqueos, secuestros, violencia y contrabando por grupos criminales organizados.
Más de 200 extranjeros y miles de iraquíes han sido secuestrados desde la invasión en marzo del 2003. La elevada criminalidad se agravó con el estallido de una insurgencia de grupos sunnitas contra las tropas estadounidenses e iraquíes, funcionarios de gobierno, de Naciones Unidas y cooperantes humanitarios.
También las tropas multinacionales cometieron graves violaciones de los derechos humanos.
La situación de seguridad se deterioró aún más con el surgimiento de ataques motivados por hostilidades sectarias, principalmente entre musulmanes sunnitas y musulmanes chiítas.
Hasta setiembre del 2007, un estimado de 2,2 millones de personas han sido desplazadas dentro de Irak, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Otros 2,2 millones han huido hacia Siria y Jordania.
La violencia sectaria se ha vuelto aún más difusa con el surgimiento de enfrentamientos entre milicias chiítas rivales. Además, en los últimos meses los rebeldes sunnitas en algunas regiones de Irak también han dirigido sus ataques contra ex insurgentes sunnitas que se han incorporado a los llamados Consejos del Despertar, milicias tribales de autodefensa creadas a iniciativa de Estados Unidos.
La guerra del 2003 y la consiguiente violencia han desatado una grave crisis humanitaria en Irak. De acuerdo con un informe publicado en julio del 2007 por Oxfam, ocho millones de iraquíes necesitan ayuda de emergencia, mientras que el 43% viven en la pobreza más absoluta.
Ningún lugar en Irak ha estado a salvo de la violencia. Mercados, mezquitas, iglesias, escuelas, casas particulares y puentes han sido blanco de los ataques, junto con bases militares y comisarías. Incluso la "zona verde" de Bagdad, un enclave fuertemente vigilado que alberga la embajada de Estados Unidos, el Parlamento de Irak y oficinas del gobierno iraquí, ha sido el escenario de varios atentados. También los ataques contra instalaciones petroleras y centrales eléctricas.
En medio de esta situación de caos han perdido la vida decenas de miles de iraquíes. Según la Organización Mundial de la Salud, unos 150.000 civiles murieron en estos cinco años.
Debido a la ausencia de seguridad, la reconstrucción del país no puede arrancar. La reanimación de la economía no puede comenzar, pese a que las previsiones auguran para Irak ingresos petroleros de entre 50.000 y 100.000 dólares en los próximos dos o tres años y a pesar de que los donantes extranjeros han prometido entregar más de 32.000 millones de dólares en créditos y subvenciones. Otro obstáculo a la reconstrucción lo constituye la corrupción endémica. Entre los 180 países enlistados en el informe sobre los índices de corrupción de Transparency International correspondiente a 2007, Irak ocupó el tercer peor lugar.
"La situación en el país es desconcertante, pese a importantes logros como la libertad de expresión y la libertad de culto", dice Zayna Mohammed, una empleada pública de 33 años. "El azote de la violencia y la lenta respuesta del Estado para controlar la situación ha expulsado esos logros totalmente de nuestra memoria", se lamenta.
SAMIA HOSNY Y KAZEM AL AKABI