Silvina García Larraburu está probada en lealtad al peronismo. Un espacio donde, en el rango de dirigentes, la negación suele ser un arte muy vigoroso.

Pero no es menos cierto que en la política, en general, la traición ya no tiene la impronta de temores bíblicos propios de Judas. Se la "adorna y disimula", sentencia un ensayo publicado durante la Francia de Francois Mitterrand, "Elogio de la traición" (Edt. Gedisa). Y se acota ahí: "Así, la traición se la viste ahora de respetable disfraz de 'apertura', pero detrás de esa sustitución de vocabulario, verdadero juego de birlibirloque, ella prospera hasta el punto de convertirse en el juego principal de los políticos".

Esta dialéctica signa profundamente el presente del sistema político argentino. No es un juego nuevo, pero jamás fue tan amplio. Dinámico. Cínico. Tanto que se puede afirmar, sin caer en juicios aventureros, que no se sabe adónde va el sistema. Pero se sabe adónde no vuelve: a las entidades partidarias tal cual las conocimos por generaciones.

Es lo que es. No lo que debería ser, que en política suele ser relativo, porque llega tamizado por la ideología. Grave, pero real.

En este marco, ¿qué es hoy ser peronista en Río Negro? Un partido al que Néstor Kirchner le ha destrozado el corazón.

Tanto desprecio que, sin entrar en teorías conspirativas, es posible que la alternativa Silvina Larraburu como candidata del radicalismo esté arreglada entre el presidente y su más fiel escudero en la provincia Miguel Saiz antes de que conversara con el mismo justicialismo -PJ- con resignación propia de mujer golpeada.

¿Qué le interesa al presidente de dónde vengan tres senadores y tres diputados que elegirá Río Negro, si peronistas o radicales serán todos K y cuando él se los pida levantarán las dos manos y una postiza si es necesario?

Sistema enfermo. Brutal.

Frío, como la nieve de la cual Silvina García Larraburu fue alguna vez su reina. Pero menos frío que la banca en Diputados de la Nación con la que se está dejando seducir.

CARLOS TORRENGO