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Domingo 17 de Junio de 2007
 
Edicion impresa pag. 42 y 43 > Cultura y Espectaculos
OSVALDO SORIANO Y SU PADRE

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PABLO MONTANARO

e voz temible pero de gestos dulces y reflexiones amargas, alto, de pelo blanco, con el infaltable cigarrillo en los labios que lo asemejaban a Dashiell Hammett, autor de la novela policial "El halcón maltés", así describió Osvaldo Soriano a su padre, José Vicente, un catalán llegado a la Argentina con tan sólo dos meses de vida.

Osvaldo nació en Mar del Plata, un día de reyes de 1943, en una modesta casa de madera sobre la calle Alvear. Cerca de allí, dos jóvenes escritores, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, tramaban las historias de don Isidro Parodi escondiéndose tras el seudónimo de Bustos Domecq.

José Vicente había llegado a esa ciudad situada a orillas del Atlántico junto a su mujer, Eugenia, para la instalación de la red cloacal por su empleo en Obras Sanitarias.

Durante la infancia del único hijo de la pareja, la familia nunca pudo arraigarse a un lugar debido a los continuos trabajos que en distintas provincias le surgían a don José. Así fue que cuando Osvaldo cumplió tres años tuvieron que instalarse en San Luis, luego en Río Cuarto para recalar posteriormente en Neuquén, donde intentó trabajar en los pozos de petróleo, y más tarde en Cipolletti. Muchos años después, ya escritor, recordaría a esta ciudad como "un verdadero Far West", con calles de tierra, sin librerías y con dos únicos entretenimientos: cine y fútbol. Y en su memoria aún no se había desdibujado la imagen de su padre leyendo el diario "La Prensa" "como buen gorila que era".

Esos años de residencia en tierra patagónica fueron reflejados con cariño y precisión por el escritor en los relatos incluidos en los libros "Cuentos de los años felices" y "Piratas, fantasmas y dinosaurios". En ellos uno de los temas centrales es la relación con su padre. Soriano empezó a escribir esos relatos sin saber que su padre se convertiría en el protagonista de tristes y desopilantes experiencias que tuvo su existencia.

En el prólogo a "Cuentos de los años felices" Soriano afirma que su padre era tal cual aparece en los relatos y cita una frase de un personaje de Armando Discépolo: "Hijo, si vos lo soñaste, yo lo viví".

Alguien dijo alguna vez que para disfrutar de los relatos de Soriano referidos al padre sólo basta con leerlos. Sin duda, es el mejor consejo para acercarse a esas historias conmovedoras, escritas con una prosa exquisita para iluminar esa cosa nostalgiosa que se convierte finalmente en felicidad: "Un relato siempre viene del pasado y evoca una vida", sentenció.

De su padre no heredó ninguna de sus pasiones: José era simpatizante de River Plate, en cambio Osvaldo se hizo hincha de San Lorenzo de Almagro; pretendía que fuera ingeniero electrónico pero nunca se llevó bien con las matemáticas; consideraba a Perón "un degenerado" y violador de los derechos humanos, mientras su hijo fue peronista hasta los trece años porque estaba convencido que el peronismo ejercía la justicia social. "Nada de lo que a él le gustaba me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros llenos de ecuaciones y extraños dibujos. Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando para mí sólo contaba el General", describió.

Más allá de estas diferencias y de estos cruces entre padre e hijo, Osvaldo amó y admiró a su padre. Lo definió como "constructor de cosas concretas" (por ejemplo, las cloacas marplatenses), un personaje emblemático que por las mañanas se asomaba a la ventana "para ver el país, no fuera cosa que desapareciera".

En los decadentes años '90, Soriano llegó a afirmar que veía a su padre "como contracara del presente. Lo cual -seguramente- a él le dolería tanto como a mí". Tomaba a su padre como un es

pejo del país que ya no era porque "aunque vivió de modo muy frugal, construyó a la par aquel país que, bien o mal, seguía ganándole metros al desierto", puntualizó.

En una entrevista Soriano comentó que más de una vez encontró a su padre despierto a la madrugada controlando el agua "orgulloso de velar por la salud de la población". Y lo comparaba con Oliver Hardy (el Gordo) compañero de andanzas de Stan Laurel (el Flaco) porque también él intentaba "significar la autoridad: le decía al Flaco cómo hacer las cosas y a él le salían como el diablo".

Por sus relatos sabemos que su padre no era bueno al volante y se disgustaba cuando su hijo se lo señalaba a tal punto que en una oportunidad lo desafío a pelear, desarmaba motores que después no podía armar, no sabía cocinar, se paraba frente a la vida "como si hubiera pasado cien años en los camarines del teatro Colón", y una tarde en el río Limay hundió su cabeza en el pecho sintiendo ese sabor tan fuerte, ese vacío infinito que es la soledad que lo transformó en una simple "brizna de polen arrastrada por el viento".

El padre fracasado e ingenuo de los relatos de Soriano se convierte en la metáfora exacta del sueño de una Argentina proyectada como una potencia industrial de los años '50 pero que prontamente se disuelve con lo que conllevó el nuevo orden mundial después de la Segunda Guerra Mundial.

Las manos de su padre no sólo estuvieron destinadas a los múltiples empleos que tuvo sino también a fabricarle a su hijo juguetes que no podía comprar con su magro salario. Osvaldo rememoró en uno de sus textos aquella lanchita a kerosene y el camioncito de madera, preciados tesoros que recibió en su niñez con alegría y eterno agradecimiento. "Fui feliz con esos dos juguetes", confesó muchos años después.

Pero lo que nunca le perdonó a su padre fueron esos numerosos traslados de pueblo en pueblo a que lo obligaba. Del mar al desierto puntano, de las sierras cordobesas a enfrentar el viento frío del sur... Fuertes desarraigos que lo distanciaban de amigos y novias y, especialmente, de su pasión por el fútbol, como cuando debió dejar el puesto de centrodelantero en el equipo Confluencia para seguir a su padre a una nueva aventura en Tandil. Con los años el fastidio se convirtió en consuelo: "Tal vez -reflexionó Soriano- hacía eso porque creía que, a pesar de alguna caída, había un mañana mejor para la Argentina".

La infancia de Osvaldo fue un territorio sin literatura. Los únicos libros que se apilaban en la biblioteca de los Soriano eran unos gruesos volúmenes de temas técnicos, manuales de instrucción, por cierto incomprensibles para quien por entonces devoraba las aventuras de Salgari y tiempo después, a los 20 años, descubriría a Faulkner, Dostoievsky, Hemingway, Chandler, entre otros. Como era común en las familias de aquel entonces, los padres no eran proclives al contacto físico para demostrar cariño a sus hijos. A diferencia de su madre, que propiciaba el contacto físico con su hijo a través de caricias o abrazos, don José llegó a saludar a su hijo estrechándole la mano, incluso, cuando estaban delante de otras personas, llegó a llamarlo por su apellido, lo que generaba que la gente pensara que se trataba de dos parientes lejanos. Para el escritor, a pesar de haber sido hijo único, eran formas que los padres encontraban para (im)poner distancia y no significaban rechazo. Lejanías que se acortaban cuando su padre lo salvaba de los escobazos en la cabeza que en más de una oportunidad le propinaba su madre cuando el pequeño Osvaldo hacía una de sus travesuras.

Después de "El ojo de la patria", publicada en 1992, Osvaldo Soriano sentía que era el momento de escribir una novela donde el padre sea uno de los protagonistas. De alguna manera, una extensión de aquellos artículos de contratapa en "Página 12" que escribía Soriano sobre el padre.

En "La hora sin sombra", un escritor trata de saldar las deudas pendientes con su padre, con las experiencias del pasado, con la vida y con la muerte. Aventura interior que tiene sentido en el reencuentro final.

Soriano lo sintetizó mejor: "Un escritor que busca a su padre y se equivoca todo el tiempo y se va dando cuenta cómo uno puede equivocarse frente al amor".

En el relato "Reloj", Soriano transcribe una cita de Georges Simenon, contada por su biógrafo. "La fecha más importante en la vida de un hombre es la de la muerte de su padre. Es cuando no tienen más necesidad de él que los hijos comprenden que era el mejor amigo".

Don José Vicente Soriano murió en el otoño de 1974. Un año después que su hijo publicara su primera novela "Triste, solitario y final". A partir de ese momento Osvaldo Soriano comenzó a construir esas experiencias tristes y desopilantes protagonizadas por su padre, un personaje clave que le brinda al escritor el tono justo para narrar, el clima que humaniza las historias, tiñe de nostalgia suave y cruza todas las existencias.

 
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