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Sábado 05 de Mayo de 2007
 
Edicion impresa pag. 20 >
El limbo ha muerto

 

En el recorrido que el catolicismo prevé para quienes, después de abandonar esta efímera vida terrenal, ingresamos a la vida eterna, el primer premio está para los limpios de pecado, que van al paraíso. Los que llegan impuros tienen también al paraíso como destino final, pero previo paso por el purgatorio, que es como un lavadero automático porque de allí uno sale limpio como un recién nacido. Y por fin está el infierno, donde van a sufrir eternamente ateos, agnósticos, subversivos, adoradores del sexo y otros pecadores incorregibles.

Se diría que no hay nada peor que el infierno, un fuego eterno en el que uno no termina de quemarse nunca, pero sí: lo peor es la nada que sigue a la muerte, esa angustia de no ser que las iglesias y cuanto charlatán predicador anda por ahí usan como la fuente principal de su poder. A cambio de que sigamos sus enseñanzas y consejos (incluido el de por quién votar), ellas nos prometen otra vida después de la muerte. En otras palabras, lo dijo recientemente uno que va derechito al infierno, Fernando Savater, en Buenos Aires: "El argumento para creer en lo sobrenatural es el miedo".

Estaba resuelto también el destino eterno de los inocentes que no tenían el sello sacramental del bautismo, entre los que contaban aquellos que morían en el seno materno por el aborto y que la Iglesia no bautiza a pesar de sostener que la vida empieza con la concepción. Para ellos estaba el limbo, una especie de "no lugar" que, si bien carecía del goce supremo de ver a Dios, era para muchos bastante confortable. No así para uno de los padres de la Iglesia, San Agustín, quien escribió que el limbo era lo mismo que el infierno. Dante Alighieri debe de haberlo leído, porque en su Divina Comedia colocó al limbo junto al infierno.

Lo cierto es que, después de estudiar el tema durante unos cuantos años, una llamada "Comisión Teológica Internacional" de 41 miembros expidió un documento de 30 teologales páginas que recomendó la eliminación del limbo y que el papa Benedicto XVI aprobó. Por lo tanto, el limbo que era como una guardería multitudinaria por la constante disminución del número de bautismos no existe más. Se supone que los fallecidos que lo abarrotaban fueron distribuidos en los otros espacios del mundo divino, según sus virtudes y defectos.

De ahora en más, los niños que mueren sin bautismo podrán, no obstante, salvarse, porque la misericordia de Dios "quiere que todos los seres humanos sean salvados", se trate del más ferviente católico o de un abominable terrorista preso en Guantánamo. Aun así, no deja de ser un retroceso para los privados del bautismo, porque lo que antes era un derecho ahora es como una lotería, ya que depende de la compasión divina. Dios es infinitamente compasivo, pero a veces se le acaba la paciencia y desata su ira, como sucedió cuando borró del mapa a Sodoma y Gomorra.

Tampoco hay certeza absoluta en el documento vaticano sobre que, desaparecido el limbo, los niños sin bautismo vayan al cielo. Dice, por ejemplo, que "la gracia tiene prioridad sobre el pecado" y que, por eso, la exclusión de niños inocentes del cielo "no parece" reflejar el amor de Jesús por ellos. En otra parte y curiosamente, porque pone a la teología junto a la razón considera que "existen serias razones teológicas para creer que los niños que no han recibido el bautismo y mueren (se ignora cuál es el límite de edad) se salvarán".

Con todo, la palabra limbo permanecerá en el lenguaje popular. Quien está en el limbo, como en Babia (una región del noroeste de España), es por lo menos un distraído, puede que un tonto. Estaban en el limbo los argentinos que no supieron, o no quisieron saber, que en la Argentina de la dictadura militar el Estado se sumó al tráfico de niños (bautizados o no), como lo estaban quienes celebraron la ocupación de Malvinas y vivaron a Galtieri en la plaza de Mayo. Y como lo están todos los que renuncian al pensamiento crítico y aceptan a pie juntillas los mensajes del poder.

 
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