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Viernes 04 de Mayo de 2007
 
Edicion impresa pag. 22 y 23 >
Solo contra el mal

Sin duda se sintieron muy decepcionados el presidente Néstor Kirchner y el ministro del Interior, Aníbal Fernández, cuando se les informó que el hombre que volcó un camión frente a una casa en Río Gallegos perteneciente a la pareja gobernante no resultó ser un asesino contratado por la Unión Cívica Radical sino, según su propia madre, un enfermo mental propenso a raptos de delirio, diagnóstico que pronto confirmaron los especialistas en tales fenómenos. Parecería que antes no se les ocurrió que de haber sido José Mansilla un magnicida profesional, no hubiera errado el blanco por aproximadamente 2.500 kilómetros. Con todo, a pesar de sus ribetes absurdos, el asunto plantea un interrogante que dista de ser trivial: ¿por qué insistió tanto el gobierno en que el propósito del camionero improvisado fue atentar contra la vida del presidente de la República? La respuesta más probable es que lo hizo por suponer que les sería provechoso que la gente creyera que los adversarios del gobierno son tan malignos que van a cualquier extremo para frenar "el cambio" que dicen estar impulsando.

Como afirmó Kirchner ayer, cuando a juicio de todos salvo ciertos integrantes del gobierno nacional el episodio ya se había trasladado del ámbito político al psiquiátrico, "van a atacarme permanentemente" pero "no voy a renunciar al cambio, a la búsqueda de justicia. Voy a seguir poniendo la otra mejilla". Aludía de este modo a su reyerta con el cardenal Jorge Bergoglio, ya que empleó las mismas palabras para contestar al eclesiástico, que también quiere hacer pensar que es víctima de ataques permanentes, cuando éste dijo que "la Iglesia fue, es y será perseguida", es de suponer por Kirchner y sus simpatizantes. Aunque no existen motivos para creer que en opinión del presidente haya conexión alguna entre Mansilla y el prelado que casi se convirtió en Papa, le gusta hablar como si todos sus adversarios formaran parte de una sola camarilla de conspiradores relacionados con el régimen militar más reciente.

Además de entender que hoy en día es políticamente más rentable figurar como una víctima de algo malo que ser calificado de victimario, tanto el presidente como el cardenal son personas sensibles que no quieren que sus adversarios los critiquen con una vehemencia equiparable con la que ellos mismos o sus partidarios suelen usar cuando embisten contra quienes no comparten sus puntos de vista particulares. Pero no tienen motivos para preocuparse. En la Argentina actual, pocos políticos serios pensarían en procurar igualar a Kirchner en el empleo de la invectiva, mientras que los escasos medios de difusión que se animan a oponérsele lo hacen de un forma tan respetuosa que otros mandatarios, como George W. Bush, Tony Blair y Jacques Chirac sólo pueden envidiarlo. En comparación con lo que es habitual en los países más prósperos y más democráticos, aquí los intercambios políticos son notables por la ausencia de epítetos realmente hirientes. Asimismo, escasean los librepensadores que están en condiciones de competir en dicho terreno con los clérigos: cuando es cuestión de insultos, el arsenal acumulado a través de casi dos milenios por la Iglesia Católica es mucho más terrorífico que el de sus contrincantes, a no ser que éstos también cuenten con productos de origen religioso.

Como muchos otros dirigentes, Kirchner cree que le convendría brindar la impresión de ser un hombre desvinculado de la clase política local que por lo tanto es libre de sus presuntos vicios, lo que puede entenderse en el país de que se vayan todos. Aunque desde su juventud Kirchner es un miembro pleno del club, lo han ayudado a convencer a buena parte de la ciudadanía de que realmente es distinto de los demás el deseo generalizado de la gente de confiar en el presidente, lo que es natural luego del caos que se produjo en las semanas que siguieron a la caída estrepitosa de Fernando de la Rúa, y el hecho de que antes de ser apadrinado por Eduardo Duhalde era casi desconocido por todos salvo los aficionados a las vicisitudes políticas provinciales. Toda vez que Kirchner habla de pingüinos, subraya la distancia que supuestamente lo separa de sus congéneres y que, insinúa, lo hace muy diferente de ellos. La única parte del país en que este truco propagandístico no funciona es, claro está, Santa Cruz: el que quienes lo conocen mejor se hayan alzado en rebelión contra su estilo autoritario podría presagiar lo que sucedería si muchos otros llegaran a la conclusión de que en verdad no es un salvador venido de afuera, sino un representante muy astuto de la clase política ya tradicional.

Si bien Kirchner sigue siendo el hombre público más popular del país por un margen gratificante y el grueso de los legisladores, intendentes y gobernadores, para no hablar de los ministros de su propio gobierno, lo obedece sin chistar, da a entender que está librando una lucha casi solitaria, digna de un héroe mítico, contra una multitud de enemigos perversos y poderosos resueltos a restaurar la dictadura de los militares, de la patria financiera y del Fondo Monetario Internacional. Se trata de un papel que, por fortuna, es meramente ficticio, ya que a los militares no les interesa volver a gobernar, la patria financiera está bajo control y el FMI se limita a expresar algunas dudas acerca de la durabilidad del milagro argentino, pero Kirchner no tiene intención alguna de abandonarlo. Así las cosas, la noción de que los disgustados por "el cambio" y por su "búsqueda de la justicia" hayan procurado asesinarlo le vino de perlas. Si fuera verdad, su gestión adquiriría un toque de heroísmo adicional que, imagina, lo alejaría todavía más de los políticos del montón.

El que un presidente se haya creído el protagonista de un drama en el que el jefe de un puñado de valientes comprometidos con el bien se enfrenta con las huestes despiadadas del mal no es inédito. Tanto aquí como en otras latitudes abundan los proclives a interpretar así su propio rol. Con todo, en la Argentina actual el entusiasmo que siente Kirchner por la idea de que sus enemigos continuarán atacándolo por todos los medios concebibles entraña muchos riesgos. Para comenzar, si por un momento creyó en lo que le dijo su ministro del Interior, le correspondió ordenar la toma de medidas apropiadas para ahorrarse el destino que los malos le habrían tenido reservado. Ningún gobernante, por tolerante que fuera, puede mantenerse pasivo cuando supone que hay motivos para sospechar que bandas de asesinos, radicales o no, están conspirando para matarlo.

También son riesgosos los esporádicos pedidos que el presidente dirige a sus partidarios para que lo ayuden a derrotar a los contrarios al "cambio". Por lo menos algunos militantes podrían tomar al pie de la letra sus exhortaciones y, persuadidos de que la lucha está entrando en una fase más activa, optar por llevar la batalla al campo enemigo. Al fin y al cabo, muchos simpatizantes fervorosos de Kirchner no son de trayectoria pacifista. Por lo demás, la ideología kirchnerista, por llamarla de algún modo, se basa en la idea de que los decididos a arruinar el país los menemistas, los neoliberales, los que sienten nostalgia por el Proceso, los poderes corporativos están al acecho y no dejarán pasar ninguna oportunidad para concretar sus designios viles. En el clima que se ha creado, cualquier malentendido como el difundido por el gobierno al recibir la noticia de que un camión volcó cerca de la puerta de una propiedad presidencial podría servir de chispa para desatar una reacción violenta que nos retrotraería a los días en que diversos bandos armados politizados, de los que andando el tiempo algunos se integrarían al kirchnerismo, trataban de conquistar parcelas de poder no con votos sino con balas. El tal caso, el cariño evidente que sienten el presidente y ciertos colaboradores suyos por los años setenta resultaría ser mucho más siniestro de lo que quisiera suponer la mayoría abrumadora de los habitantes del país.

 

JAMES NEILSON

 
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