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Fernando Castro
Editor Responsable
 
  16 » Nov 2008
La geometría del amor
 



Cuando tenía 16 años John Cheever fue expulsado de la escuela. Nunca más volvió y su próximo paso por un salón de clases ocurrió bastante tiempo después, cuando dio algunos cursos en universidades mientras era poco menos que una leyenda viviente.

Hay un momento clave en la historia de cómo se convierte en escritor. Con 17 años, y es de suponer que con mucho tiempo durante el día, Cheever se decide a desmenuzar lo que ve como el hipócrita sistema educativo estadounidense. Y lo hace escribiendo un relato basado en su propia experiencia, distorsionando algo los motivos de su temprana salida del salón de clases.

El editor de la prestigiosa revista The New Republic, Malcom Cowley acepta su cuento y lo toma como la gema de un raro genio adolescente en un país propenso a tenerlos. No pasa el tiempo para que ese mismo joven se abra camino en otras dos prestigiosas revistas: la clásica entre clásicas The New Yorker y Esquire Magazine, luego, las dos publicaciones que adelantarían buena parte de sus mejores relatos, transformándose así en fuente de sustento para Cheever. Esto sucederá durante décadas, como queda de manifiesto en los Diarios, que hace dos años publicó Emecé en castellano, un libro que, por otra parte, incluye una dolorosa explicación del hijo de Cheever sobre los motivos que llevaron a su familia a autorizar la publicación de los papeles personales. En esa explicación se pone de relieve el valor literario de cada uno de los textos que se da a conocer, disolviendo lo poco de intimidad que sobre la vida del autor de Falconer quedaba, y también se mencionan algunas heridas no del todo cerradas, como su homosexualidad, su alcoholismo y el modo en que en sus textos íntimos Cheever trata a integrantes de su familia, despojado de los aires edulcorados con que la oralidad ahorra problemas al dueño de una boca.

Si bien ahora la obra de Cheever está en la cresta de la ola, y la casi totalidad de sus libros está traducida al castellano, esto también supone un problema, porque hay mucho y bueno por donde comenzar. Pero el caso es que hay, en particular, un pequeño libro que es una muestra exacta del Cheever escritor de relatos. Ese libro es La geometría del amor, una antología seleccionada por Rodrigo Fresán, también una especie de mapa para encontrar las coordenadas de los cruces entre obra y vida personal, ya antes de, llegado el caso, meterse de lleno con los Diarios, o con los Relatos I y II, que reúnen el pleno de los cuentos traducidos al castellano, que son muchísimos.

Aparte de constituir una destacable muestra de parte de su obra, La geometría del amor funciona también como una mini reseña emotiva y biográfica de los momentos en que esos cuentos fueron escritos. Así, la acertada maniobra revela varias claves del canon cheeveriano, a manera de introducción, en cada uno de los dieciocho textos que incluye.

Los cuentos fueron escritos durante los años 1951-1973. Y, por decir lo menos, cumplen con creces con la premisa de Cheever a la hora de sentarse a escribir un relato: “la historia que te contás mientras esperás que te atienda el dentista”, una simple definición sobre un género, que omite la parte sustancial de la fórmula, a saber, el hecho de que no abundan quienes se puedan contar un gran cuento, afuera del consultorio de un dentista o de cualquier otro profesional de la salud.

Cheever, que llegó a despertar la admiración de Vladimir Nabokov y Truman Capote (no dudaron en elogiar su relato “El marido rural”, anteúltimo texto de la antología), fue una especie de crítico mordaz de su época, el período que va de los años treintas a los ochentas. Pero a diferencia de otros contemporáneos, como Raymond Carver, más volcados a un realismo entre trágico, decadente y desesperado, Cheever, que para nada se tapó los ojos, narró casi lo mismo, pero con una prosa “que parece cantar”, como define alguno de los críticos citados en La geometría…

Esto, que se asemeja a un detalle netamente estilístico, no lo es tanto, ya que se trata del motivo principal por el cual luego de terminar un relato suyo, se tiene la sensación de que el cuento sigue creciendo.

Entre varias perlas, en el libro se destacan tres: El nadador (odisea paranoica de un tipo cortando camino a casa nadando por todas las piscinas del barrio); El enorme receptor de radio (mujer indagando la vida de su vecindario cada vez que enciende su, claro, receptor), y el citado El marido rural (micronovela en la que se intuye -o constata- la idea del film Belleza Americana -1999-, de Sam Mendes).

(F.C.)
 
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