En definitiva, La zona (Rodrigo Pla -Montevideo 1968-; mejor ópera prima del Festival de Venecia en 2007), es una película que plantea cierto dilema de las clases altas que viven en los grandes centros urbanos: el autoencierro dentro de un country como forma de eludir la precaria seguridad disponible para el común de los mortales.
La película cuenta la historia de un grupo de acaudalados vecinos de México DF. Un día, en medio de una tormenta, se cae un gran cartel. No es un cartel cualquiera: está dispuesto junto al enorme muro que separa el country de una zona que se presume pobre, uno de esos extrarradios que acumulan corazones caídos en desgracia.
El cartel se cae y derrumba parte del muro, acción que desde el vamos tiene un gran poder simbólico. Funciona como disparador de la trama y como énfasis de todo lo que significa que ese muro exista. Operando por ausencia, el muro, ya caído, deja al descubierto todo lo que divide: la vida de los que no tienen oportunidades de la de los que tienen todas al alcance de la mano.
Se cae el muro, y lo próximo es que un grupo de pibes entre al country. Terminan, también, dentro de una casa. La roban. Hay una seguidilla de muertes. Uno de los amigos queda vivo y encerrado en el country. Pasan los días y, escondido en un sótano, no se anima a salir. Si me ven, me matan. Ese es su razonamiento. Como le pasó al resto de sus amigos, de quienes la policía no alcanza a enterarse. Los propietarios del barrio privado se cuidan solos. Ocultan datos a los policías, para evitar el escándalo y porque quieren que las cosas que pasan adentro del country se queden adentro del country.
Salen a cazar al ladrón que saben vivo, incurriendo a un remedo de ley dentro de la Ley para justificarse. Esto es lo más interesante que tiene La zona: cómo en ese tránsito se transforman en rehenes de ellos mismos.