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Fernando Castro
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  14 » Oct 2008
Dos detectives en el éter
 



Roberto Bolaño (1953-2003) fue el último genio literario del siglo XX que dio América Latina. También fue el primero del siglo XXI, antes de morir y dejar una prolífica obra que ya comienza a influir a nuevas generaciones de escritores.

Autor de libros fundamentales como Los detectives salvajes, Estrella distante, Llamadas telefónicas, o la monumental 2666, entre tantísimos otros, Bolaño casi no dejó género literario sin ejercer. Fue un gran poeta, un tremendo cuentista, un magnífico novelista. Habrá que deberle por siempre unas lucidísimas lecturas de Borges, Cortázar, Vargas Llosa y Ezra Pound, y de poetas catalanes, españoles, alemanes y griegos a los que asimiló en una vida de lector insaciable y nómade, robando textos en librerías, leyendo durante la noche mientras cuidaba un camping en las afueras de Barcelona, o en el DF mexicano de los años 70, o antes de morir en Blanes, una ciudad de la costa catalana donde escribió parte de lo mejor de su obra.

Hace un par de años, de madrugada, vi en la tele una entrevista que le hicieron. Es de los pocos registros suyos en video que quedaron. Como en varias notas para la prensa gráfica, ahí volvía sobre la figura del poeta mexicano Mario Santiago (1953-1998). Me acuerdo que el periodista, otro chileno, un tipo que va a quedar en la historia por haber hecho esa entrevista, no porque haya sido grandiosa, sino porque a Bolaño se lo ve como uno puede verlo en sus libros, sin tapujos, sin prejuicios, desnudando la faceta reveladora y cruda de las cosas más sencillas, hablando como el narrador de un cuento ruso pero como si Moscú quedara en el trópico, en Centroamérica, o en una de las dictaduras tercermundistas que padecimos en Sudamérica, con cierto tono trágico, con ese color y con esa gracia del que ríe por no derramar lágrimas, le preguntó algo así como qué es ser un poeta. O puede que le haya preguntado si él, Bolaño, quería que su hijo fuera poeta. O puede que tal pregunta no haya existido. Y que por equis motivo Bolaño terminara diciendo que no aspiraría a que su hijo fuese un poeta. A que se zambullera de lleno en el fuego de las palabras. No desearía, jamás, que su hijo fuera un poeta bueno, uno grande de verdad, que supiera en carne propia qué significa ser uno.

Bolaño decía que ser un poeta y vivir como uno es una apuesta total. En esa entrevista trajo a colación el ejemplo de Santiago, la única persona que vio leer debajo de la ducha. Decía también que ser un poeta es algo como lo que Santiago decía en uno de sus versos, uno que Bolaño tomó como apertura de La autopista de hielo, un libro casi inconseguible en Argentina, como buena parte de su obra. Ese verso dice: "Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”.

El caso es que estoy releyendo un libro de poemas de Bolaño, de una editorial española que hace unas ediciones bellísimas (Acantilado). El libro en cuestión se llama Tres. Y voy a hacer una cosa: voy a transcribir dos versos, sólo para compartirlos, porque me impactaron particularmente el otro día cuando los leía, no porque sean parte de lo mejor que haya escrito Bolaño.

Acaso hay poemas mucho mejores del chileno y los que a continuación transcribo hasta resulten efectistas, logren un cierto impacto, y no transmitan la esencia de su poesía. Pero hoy quiero compartir, particularmente, estos dos. Y el caso es, también, que este fin de semana Perfil publicó una nota de Santiago, que en Los detectives salvajes, es Ulises Lima, compañero de ruta de Arturo Belano, alter ego de Bolaño.

Ahí van:

40. Soñé que una tormenta de números fantasmales era lo único que quedaba de los seres humanos tres mil millones de años después de que la Tierra hubiera dejado de existir.

44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bosque.

(F.C.)
 
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