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Diario Río Negro
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Fernando Castro
Editor Responsable
 
  28 » Nov 2008
Los Lemmings y otros, de Fabián Casas
 



Fabián Casas escribió un gran libro de cuentos. Se llama Los Lemmings y Otros (Santiago Arcos Editor; 2005). Casas, en ese libro, se animó a recuperar para la literatura argentina una forma de hablar, y con eso provocó algunos estertores de conciencia en la crítica que, en algunos casos, reaccionó guareciéndose sobre lo poco que ya tenía: un par de escritores muy serios a los que mostrar su admiración utilizando adjetivos un tanto rancios.

Básicamente Casas, en Los Lemmings..., plantea una pregunta, y esa pregunta, acaso la pregunta del millón, una pregunta tantas veces hecha, es la siguiente: ¿Qué es escribir bien?

Personalmente creo que con este libro Casas dice que con las palabras de todos los días, con frases perfectamente legibles, se puede lograr un efecto parecido al de la invención del lenguaje. Casas dice que por lejos escribir bien no es escribir difícil. Se puede ser simple y ser más profundo que el tipo que se empeña en dejar a todos afuera con tal de parecer sofisticado. Dice eso y enseguida pone en la superficie el tema de cómo lograrlo –una pregunta que tiene la forma de todas las páginas de su libro–, pero sin revelar el secreto, como los grandes escritores en las grandes obras.

Luego de la publicación de los cuentos, Alan Pauls les dedicó un ensayo acaso un tanto injusto. Salió en una revista: Otra Parte. Ahí reducía los relatos de Casas a “neocostumbrismo”, a ficción “chabona” que “goza a la cultura”, en un tono un tanto inquisidor, aunque con el pulso gélido y súper preciso con que Pauls dice las cosas que quiere decir.

Después, fue cuestión de que estos cuentos comenzaran a circular para hacerse de su propio público. El libro contiene un puñado de historias que Casas empezó a escribir en los noventas. Algunas de ellas en Iowa, Estados Unidos, donde estuvo becado para participar de un programa internacional de escritores.

Con estos relatos Casas se posicionó como uno de los narradores más representativos de la renovación de la literatura argentina, si bien ya era señalado como una de las voces sobresalientes de la poesía a partir de su incursión en el género en pequeñas editoriales del under porteño.

Los Lemmings… provocó un cimbronazo cuya onda expansiva se sigue sintiendo en los textos de los nuevos narradores argentinos, que lo toman como un referente o acaso un cómplice. Uno de esos escritores que les queda cerca, una marca que obedece tanto a la edad que tiene (43) como a los temas y los mitos a los que elige escribirles: Boedo, el fútbol, el rock, los jarabes para la tos con que se droga un grupo de amigos, o la historia de un homicidio como el que puede ocurrir en cualquier esquina de Buenos Aires y la epifanía que puede desprenderse de la trama que lo provocó. Pero más allá de los pretextos que utiliza Casas para sentarse a escribir, como ante cualquier revelación, al leer un cuento suyo se tiene la sensación de que lo que nos cuenta siempre estuvo ahí, y por fin hay alguien que apareció para ponerle un nombre.

Más abajo, una entrevista que le hice hace algunos meses para el Suplemento Cultural del diario.

(F.C.)

Casas 2
 
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  16 » Nov 2008
La geometría del amor
 



Cuando tenía 16 años John Cheever fue expulsado de la escuela. Nunca más volvió y su próximo paso por un salón de clases ocurrió bastante tiempo después, cuando dio algunos cursos en universidades mientras era poco menos que una leyenda viviente.

Hay un momento clave en la historia de cómo se convierte en escritor. Con 17 años, y es de suponer que con mucho tiempo durante el día, Cheever se decide a desmenuzar lo que ve como el hipócrita sistema educativo estadounidense. Y lo hace escribiendo un relato basado en su propia experiencia, distorsionando algo los motivos de su temprana salida del salón de clases.

El editor de la prestigiosa revista The New Republic, Malcom Cowley acepta su cuento y lo toma como la gema de un raro genio adolescente en un país propenso a tenerlos. No pasa el tiempo para que ese mismo joven se abra camino en otras dos prestigiosas revistas: la clásica entre clásicas The New Yorker y Esquire Magazine, luego, las dos publicaciones que adelantarían buena parte de sus mejores relatos, transformándose así en fuente de sustento para Cheever. Esto sucederá durante décadas, como queda de manifiesto en los Diarios, que hace dos años publicó Emecé en castellano, un libro que, por otra parte, incluye una dolorosa explicación del hijo de Cheever sobre los motivos que llevaron a su familia a autorizar la publicación de los papeles personales. En esa explicación se pone de relieve el valor literario de cada uno de los textos que se da a conocer, disolviendo lo poco de intimidad que sobre la vida del autor de Falconer quedaba, y también se mencionan algunas heridas no del todo cerradas, como su homosexualidad, su alcoholismo y el modo en que en sus textos íntimos Cheever trata a integrantes de su familia, despojado de los aires edulcorados con que la oralidad ahorra problemas al dueño de una boca.

Si bien ahora la obra de Cheever está en la cresta de la ola, y la casi totalidad de sus libros está traducida al castellano, esto también supone un problema, porque hay mucho y bueno por donde comenzar. Pero el caso es que hay, en particular, un pequeño libro que es una muestra exacta del Cheever escritor de relatos. Ese libro es La geometría del amor, una antología seleccionada por Rodrigo Fresán, también una especie de mapa para encontrar las coordenadas de los cruces entre obra y vida personal, ya antes de, llegado el caso, meterse de lleno con los Diarios, o con los Relatos I y II, que reúnen el pleno de los cuentos traducidos al castellano, que son muchísimos.

Aparte de constituir una destacable muestra de parte de su obra, La geometría del amor funciona también como una mini reseña emotiva y biográfica de los momentos en que esos cuentos fueron escritos. Así, la acertada maniobra revela varias claves del canon cheeveriano, a manera de introducción, en cada uno de los dieciocho textos que incluye.

Los cuentos fueron escritos durante los años 1951-1973. Y, por decir lo menos, cumplen con creces con la premisa de Cheever a la hora de sentarse a escribir un relato: “la historia que te contás mientras esperás que te atienda el dentista”, una simple definición sobre un género, que omite la parte sustancial de la fórmula, a saber, el hecho de que no abundan quienes se puedan contar un gran cuento, afuera del consultorio de un dentista o de cualquier otro profesional de la salud.

Cheever, que llegó a despertar la admiración de Vladimir Nabokov y Truman Capote (no dudaron en elogiar su relato “El marido rural”, anteúltimo texto de la antología), fue una especie de crítico mordaz de su época, el período que va de los años treintas a los ochentas. Pero a diferencia de otros contemporáneos, como Raymond Carver, más volcados a un realismo entre trágico, decadente y desesperado, Cheever, que para nada se tapó los ojos, narró casi lo mismo, pero con una prosa “que parece cantar”, como define alguno de los críticos citados en La geometría…

Esto, que se asemeja a un detalle netamente estilístico, no lo es tanto, ya que se trata del motivo principal por el cual luego de terminar un relato suyo, se tiene la sensación de que el cuento sigue creciendo.

Entre varias perlas, en el libro se destacan tres: El nadador (odisea paranoica de un tipo cortando camino a casa nadando por todas las piscinas del barrio); El enorme receptor de radio (mujer indagando la vida de su vecindario cada vez que enciende su, claro, receptor), y el citado El marido rural (micronovela en la que se intuye -o constata- la idea del film Belleza Americana -1999-, de Sam Mendes).

(F.C.)
 
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  11 » Nov 2008
Grunge, de Alfredo Jaramillo
 


Con pena, pero con normalidad, o con una entrega resignada a lo que implica cierta normalidad, me entero de lo siguiente: en Plottier hicieron una feria del libro y no lo invitaron a Alfredo Jaramillo, hijo dilecto de la ciudad.

Como esto es un blog, voy a hablar de mi experiencia personal con este poeta y periodista que vive en Buenos Aires desde principios de año. Lo conozco de cuando él era un joven estudiante de Comunicación Social que ametrallaba a preguntas a Nely Sosa, una de la tres mejores docentes que la carrera tiene, o al menos tenía a principios del siglo XXI, en la sede universitaria de la UNC en General Roca. Años después volvimos a encontrarnos y ya me pareció que Jaramillo miraba al mundo con una curiosidad extrema y de forma medio hiperquinética, como es él, palabra y acción.

Poco después, un día que los dos habíamos coincidido en un asado vino y me trajo un papel. En realidad era una hoja blanca con un poema. La verdad es que no podría recordar lo que decía. Pero me acuerdo claramente de que lo único que podía opinar y finalmente le dije, de forma sincera, a altas horas de la madrugada, era que sí, que a mí me parecía que eso era poesía.

Muy probablemente había gente bailando, había una poca luz salpicada por algunos rayos de colores, había trencitos humanos, sonrisas exorbitantes, y Jara vino y me dio un poema para leer. Pienso en eso y no deja de conmoverme que haya pensado en su poesía en medio de ese lugar, en principio, tan poco propicio para hacerlo.

Después seguimos compartiendo algunos lugares, algunas amistades en común, algunos trabajos. Un día Jaramillo se fue a Buenos Aires, después de dejar su habitación, "el bulo de la muerte" en el que vivía a pocos metros del barrio Fonavi, un departamento de cuatro por cuatro, con computadora con internet, con cactus en maceta chiquita, con libros, con poemarios de otros poetas jóvenes igual que él, y con un montón de ideas para concretar.

Hace tres meses editó su primer libro de poesías, Grunge, publicado por Editorial Funesiana. Allí hay hay un puñado de versos donde está la barda neuquina, están los años noventa con la MTV mostrando a Kurt Cobain y sus camisas a cuadros y su tormento hepático. Pero también la otra cara lingüística de la moneda en que suele convertirse la poesía (no siempre) cuando se erige como testimonio inusual de cómo alguien cuenta el esqueleto de las cosas que se le ocurre mirar.

En Grunge, también hay preguntas que se acorralan a sí mismas, en esa instancia extrema que asume la frase cuando va tratando de empujar(nos) sus límites para tomar algo que siempre se está escapando, pero cuya presencia es lo más constatable del mundo, pese a que se parece tanto a un vacío recóndito. Un vacío lejano, pero que nos es familiar. En los mejores momentos del libro está ese "otro idioma" en que deviene un poema cuando la palabra es pura potencialidad y reinvención, cuando remite a la lectura y experimentación de los estallidos que revela.

(F.C.)
 
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  14 » Oct 2008
Dos detectives en el éter
 



Roberto Bolaño (1953-2003) fue el último genio literario del siglo XX que dio América Latina. También fue el primero del siglo XXI, antes de morir y dejar una prolífica obra que ya comienza a influir a nuevas generaciones de escritores.

Autor de libros fundamentales como Los detectives salvajes, Estrella distante, Llamadas telefónicas, o la monumental 2666, entre tantísimos otros, Bolaño casi no dejó género literario sin ejercer. Fue un gran poeta, un tremendo cuentista, un magnífico novelista. Habrá que deberle por siempre unas lucidísimas lecturas de Borges, Cortázar, Vargas Llosa y Ezra Pound, y de poetas catalanes, españoles, alemanes y griegos a los que asimiló en una vida de lector insaciable y nómade, robando textos en librerías, leyendo durante la noche mientras cuidaba un camping en las afueras de Barcelona, o en el DF mexicano de los años 70, o antes de morir en Blanes, una ciudad de la costa catalana donde escribió parte de lo mejor de su obra.

Hace un par de años, de madrugada, vi en la tele una entrevista que le hicieron. Es de los pocos registros suyos en video que quedaron. Como en varias notas para la prensa gráfica, ahí volvía sobre la figura del poeta mexicano Mario Santiago (1953-1998). Me acuerdo que el periodista, otro chileno, un tipo que va a quedar en la historia por haber hecho esa entrevista, no porque haya sido grandiosa, sino porque a Bolaño se lo ve como uno puede verlo en sus libros, sin tapujos, sin prejuicios, desnudando la faceta reveladora y cruda de las cosas más sencillas, hablando como el narrador de un cuento ruso pero como si Moscú quedara en el trópico, en Centroamérica, o en una de las dictaduras tercermundistas que padecimos en Sudamérica, con cierto tono trágico, con ese color y con esa gracia del que ríe por no derramar lágrimas, le preguntó algo así como qué es ser un poeta. O puede que le haya preguntado si él, Bolaño, quería que su hijo fuera poeta. O puede que tal pregunta no haya existido. Y que por equis motivo Bolaño terminara diciendo que no aspiraría a que su hijo fuese un poeta. A que se zambullera de lleno en el fuego de las palabras. No desearía, jamás, que su hijo fuera un poeta bueno, uno grande de verdad, que supiera en carne propia qué significa ser uno.

Bolaño decía que ser un poeta y vivir como uno es una apuesta total. En esa entrevista trajo a colación el ejemplo de Santiago, la única persona que vio leer debajo de la ducha. Decía también que ser un poeta es algo como lo que Santiago decía en uno de sus versos, uno que Bolaño tomó como apertura de La autopista de hielo, un libro casi inconseguible en Argentina, como buena parte de su obra. Ese verso dice: "Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”.

El caso es que estoy releyendo un libro de poemas de Bolaño, de una editorial española que hace unas ediciones bellísimas (Acantilado). El libro en cuestión se llama Tres. Y voy a hacer una cosa: voy a transcribir dos versos, sólo para compartirlos, porque me impactaron particularmente el otro día cuando los leía, no porque sean parte de lo mejor que haya escrito Bolaño.

Acaso hay poemas mucho mejores del chileno y los que a continuación transcribo hasta resulten efectistas, logren un cierto impacto, y no transmitan la esencia de su poesía. Pero hoy quiero compartir, particularmente, estos dos. Y el caso es, también, que este fin de semana Perfil publicó una nota de Santiago, que en Los detectives salvajes, es Ulises Lima, compañero de ruta de Arturo Belano, alter ego de Bolaño.

Ahí van:

40. Soñé que una tormenta de números fantasmales era lo único que quedaba de los seres humanos tres mil millones de años después de que la Tierra hubiera dejado de existir.

44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bosque.

(F.C.)
 
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  27 » Sep 2008
McCarthy en los supermercados
 


Cormac McCarthy, rey de los desiertos, escultor de silencios, de la violencia, la maldad, de todo el odio que pueda caber en un humano, retratista experto de caballos, vaqueros, crepúsculos, asesinos a sueldo o porque sí, de las putas de estos asesinos, y de los coches negros y largos que utilizan para ir a matar por drogas, por amor, o por lo que sea, es de los pocos tesoros ocultos que uno puede encontrar (como un error sin claves para ser explicado), debajo de una pila de libros que jamás va a leer, en la góndola de un hipermercado, entre plasmas de cincuenta pulgadas y películas superbaratas.

Franqueado por autores de autoayuda, dioses blancos del marketing empresarial y gurúes de la India que sonríen inocencias beatíficas desde otro tiempo, hay en especial un libro suyo que se puede hallar con la ventaja adicional de costar la mitad de lo que vale en cualquier librería, y ese libro es Ciudades de la llanura, de la interesante editorial española Debate, que editó buena parte de su obra.

Está claro que leer ese libro supone pasar el filtro de las primeras veinte páginas de una traducción repleta de españolismos. Pero la novela es tan buena, y está tan bien contada, que de a poco permite dejar de lado lo que en un primer momento sería un obstáculo.

La historia que cuenta es la de John Grady, un vaquero que vive junto a otros en una hacienda del sur de Estados Unidos. Son hombres hoscos y duros. Están cerca de México. Y por eso es un lugar donde el inglés puede tomar algunas palabras del español. Estos vaqueros, John Grady y sus amigos, parecen estar dispuestos a hablar sólo de cosas esenciales. Hablan poco y profundísimo. Y este es uno de los grandes logros de la novela: llevar al terreno del lenguaje el desierto, las grandes extensiones, la parquedad de un territorio hostil. El traslado de una geografía y una climatología al lenguaje. Vaqueros que hablan sólo cuando encuentran el valor suficiente para romper el silencio que es tan perfecto así, cruzado por el viento cálido que arrastra la arena.

Grady sale a buscar un amor. Una joven que trabaja en un burdel. La novela, la trama central de la novela, podría estar dada por cómo hace él para sacarla de las garras mafiosas que manejan a esa chica. Y cómo hace él para poder irse con ella, y el costo y las consecuencias que eso podría suponer. Pero hay otra historia que cuenta la novela: la de la transición a la modernidad de quienes doman a sus caballos, arrean su ganado, mascan tabaco mientras contemplan las estrellas, cosechan lo que comen y duermen sobre fardos de pasto. ¿Qué harán a finales del siglo XX? parece preguntar McCarthy con su novela, ambientada en los años cincuenta.

Ciudades de la llanura (1998) es la última entrega de la llamada Trilogía de la Frontera, como se conoce a la seguidilla de novelas que McCarthy (Rhode Island; 1933) publicó a partir de 1992. Esa trilogía fue iniciada por Todos esos hermosos caballos (1992) y En la frontera (1994).

El año pasado McCarthy, que fue becado por genio, que mantuvo un rigurosísimo perfil bajo hasta hace muy poco, que dio tres entrevistas en su vida, y del que se han tejido mitos proporcionales a su silencio (se dice que vivió en una torre petrolera), recibió el premio Pulitzer. Fue por su novela La carretera (Mondadori), que está claro, no es de lo mejor que escribió, pero así y todo tiene algunos destellos dignos de sus mejores libros. Cuenta la historia de un padre y su hijo en un escenario post-apocalíptico, una rareza para sus temas anteriores.

En Argentina, su salto a la fama siguió con otro grandísimo libro (anterior), No es país para viejos (No country for old men), recientemente adaptado al cine por los hermanos Joel y Ethan Cohen, una película que está bien, que hay que ver, pero que como ocurre casi siempre, nada tiene que hacer frente a la novela.

(F.C.)
 
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  12 » Sep 2008
Para romper el hielo, un Bizzio
 



Sergio Bizzio (1956) es de esos escritores a los que se llega con desconfianza. La desconfianza que se tiene cuando la crítica, al hablar de un escritor, es masiva y uniformemente buena. Cuando muchos salen a decir de un libro que es excelente, que es de lo mejor que se publicó en el año, que pertenece al autor del momento, en fin, ese tipo de cosas.
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(A veces se dicen otras cosas: una vez, desconcertado, leí en la vidriera de una librería: Fulano de Tal: el mejor escritor argentino. Una faja roja como las que ponen después de los accidentes de tránsito le daba la vuelta a un libro con esa inscripción en letras negras sobre rojo. El libro es de otro escritor argentino -interesante por cierto-, pero lo más importante al ver la faja roja con esa frase era la imposición que operaba la editorial que lo publicaba: la posibilidad de que, definitivamente, la obra de un escritor pudiera medirse como la carrera del ganador de los 100 metros en Beijing.)
Esa desconfianza tuve al comprar mi primer libro de Bizzio, que además es director de cine, dramaturgo y pintor.
Como cineasta optó por el valiente, tortuoso e inestable camino de contar lo que quiere. Es un tipo sufrido en cuanto a posibilidades de circulación, producto de elegir temas que escapan a la lógica plín-caja de las corporaciones que estrenan sus tanques en salas suntuosas, allí donde reina el pochoclo y los padres llevan a llorar a sus bebés.
Ese primer libro que leí de Bizzio, que se consigue en cualquier librería, es Era el cielo (Interzona; 2007). Supe, cuando leí la solapa, que había visto una película suya: Animalada (2000). Ahí cuenta la historia del amor entre un hombre y una oveja. Es también la historia de un adulterio. El hombre elige a la oveja en lugar de su mujer, una pintora cuyos cuadros plagian los tormentosos autorretratos de Frida Kahlo, a los que agrega su perfecto rostro de desconocida. La película es buenísima, y una de sus mejores escenas los muestra a los dos, el protagonista y la oveja, en un establo, a punto de hacer el amor, él imbuido en el paroxismo, y Fany, la oveja, mirándolo trémula y perdida a un tiempo, con ojos que todo pueden significarlo.
Se ve que no conforme con hacer una gran película, Bizzio se puso a escribir grandes libros. Era el cielo es uno de ellos. Narra la historia de un guionista de televisión que fluctúa entre el amor y el desamor a su ex esposa, con la que comparte un hijo, y a su pareja actual, otra guionista, hiperactiva, repleta de trabajo y creatividad, algo que no hace otra cosa que devolverle al narrador, por contraposición, un espejo constante donde observarse.
Y el problema es que al observarse lo que ve es un tipo que en cualquier momento puede perder el empleo, que tiene cuentas sin saldar de su pareja anterior, que ama a su hijo (con el que no vive), y que quiere, entre otras cosas, poder escribir bajo cierta estabilidad emocional. Nada del otro mundo: poder pagar las cuentas y dormir medianamente bien.
Más allá de la historia, que incluye una primera escena con una violación contada de forma meticulosa y proverbial, y que es de los mejores inicios de la historia de la literatura argentina (suena exagerado pero cualquiera puede comprobarlo leyendo el libro), lo mejor de la novela es el estilo. Bizzio escribe con una simplicidad apabullante, con una prosa diáfana y engañosamente natural. Y está el cine. En el detalle de las descripciones, y en los diálogos.
Bizzio no tiene blog. Es de la generación de escritores que ahora andan por los 50 años. Junto con Alan Pauls y Daniel Guebel, entre otros, es parte de ese grupo de escritores a los que les tocó el pesado lastre de ver cómo escribían después de los setentas, tratando de hacer algo para que no los dejen pegados a los íconos del Boom, y en el camino, inventarse una escritura. Bizzio es de los que mejor lo lograron.

(F.C.)
 
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