Jueves 17 de julio de 2003

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Azúcar se fue: no hay que llorar que la vida es un carnaval

El inolvidable sabor del paraíso perdido

A cierta edad todo artista comienza a vivir en la frontera que divide el show de la caída del telón. Y uno tiende a ir a sus recitales con un poco de morbo.

Lo recuerdo a Roberto Goyeneche en un teatro de Corrientes. El marco del espectáculo era cuasipatético, con flores rojas de plástico, un sonido no del todo aceptable y poesías recitadas a mansalva, como si la noche fuera eterna, de labios de una compungida actriz vestida de negro El público la terminó pifiando, dicho sea de paso. En medio del circo cruel, pretendidamente tanguero (o más tanguero que el tango), "El Polaco" se hacía un espacio y cantaba. El traqueteo de los años enquistado en su garganta y las ovaciones insufribles de un público que más que escucharlo quería vitorear el hecho de que aún estuviese vivo, volvían la performance de Goyeneche una verdadera hazaña Ahora pienso en Celia Cruz. No fue decadente el último espectáculo que brindó en Neuquén tiempo atrás, aunque Celia ya era digna de apuestas maliciosas.

Su presentación tampoco resultó una fiesta para salir bailando medio desnudo del "Ruca Che" En rigor, se trató de un show internacional bien pensado, en el que se combinaban dosis eficientes de ritmo salsero, personalidad caribeña, un toque de glamour de escenario cubano para turistas famélicos de ron y la presencia, ineludible, de la más grande de todas la "guaracheras" de la historia. En los primeros cinco temas su voz atronaba con una potencia digna del líder de Metallica. Después desafinaba un poco. Eso sí, siempre arriba del son.

Su decisión de llevar el espectáculo hasta sus últimas consecuencias cautivaba al público. Los salseros nacidos en el Caribe tienen por costumbre tocar muy fuerte. Los tímpanos de su audiencia nunca salen indemnes. Celia cantaba así.

Celia Cruz había alcanzado la categoría de mito viviente y, por supuesto, objeto de parodias internacionales. ¿O no les pareció sospechosamente similar a Celia aquella viejecilla "hot" que acompañaba a Cameron Díaz en "Loco por Mary"?

La cantante se erigió en la sacerdotisa de la fiesta eterna en una sociedad enamorada del Prozac. El sol que nunca se ponía en sitios como Miami (y eso que ella vivía en Nueva Jersey). En definitiva, casi un corto publicitario.

En su juventud interpretó mejor que nadie algunos de los mayores clásicos musicales de Centroamérica. Entonces su foto en la tapa de los discos mostraba a una morocha de mirada intensa y oscura. Llevaba el pelo tirante y su sonrisa dejaba entrever una poderosa línea de dientes blancos. Puro Caribe.

En Miami, el imaginario colectivo del cubano exiliado y el de cualquier inmigrante de otros países latinoamericanos la pusieron en un póster. En videos de MTV en castellano regados con licor de banana. La añoranza del extranjero talló un gesto perpetuo. Porque si hay un gesto rocker, también hay uno caribeño. Un modo latino de entender la felicidad.

Su movimiento inagotable -más propio de los '90 anfetamínicos que de los '60 playeros y hierberos-, su éxtasis infinito, compusieron un producto característico de una época en la que estar a "full" puede considerarse un valor. Celia no descansaba jamás. Si Diego Torres todavía reparte esperanza, Celia prendía en el pecho de sus seguidores la escarapela de la alegría. Una alegría en colores, acaso algo chillona y for export, pero alegría al fin Cantaba, y cantará probablemente por siglos, acerca de un mundo idílico curado de penas, macerado en caña de azúcar Verdad o mentira, Celia era un símbolo del paraíso perdido.

Claudio Andrade

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