Viernes 21 de marzo de 2003
 

La ofensiva democrática

 

Por James Neilson

  Aunque muy pocos quieran darse por enterados, la guerra que han emprendido las potencias anglohablantes contra Saddam Hussein es una consecuencia lógica de la "globalización", es decir, de la propensión de virtualmente todo fenómeno político, religioso, económico o cultural a internacionalizarse. Mientras que en el pasado las democracias podían coexistir con grandes estados totalitarios, dictaduras unipersonales y países anárquicos dominados por delincuentes por sentirse seguras de su capacidad para defenderse contra sus intentos de exportar sus males, en la actualidad los riesgos planteados por la pasividad les parecen excesivos. Puede que Saddam no sea tan agresivo como dicen en Washington y Londres y que, de todos modos, la beligerancia del norcoreano Kim Jong Il lo haya hecho aún más peligroso, pero a menos que las democracias estén dispuestas a limitarse a reaccionar después de ser atacadas, lo que podría suponer la muerte de decenas de millones de personas, tendrían que iniciar su ofensiva en algún lugar y por diversas razones Irak se ha vuelto el más indicado.
Muchos se han preguntado: ¿cuál será el próximo blanco de la ira del "belicista" George W. Bush? Con toda probabilidad será Irán, aunque Corea del Norte está esforzándose por ponerse a la cabeza de la cola. Lo mismo que el Irak de Saddam, el Irán de los ayatollahs, además de apadrinar el terrorismo islámico, está procurando pertrecharse de "armas de destrucción masiva" nucleares y, es de suponer, biológicas y químicas con la intención de utilizarlas cuanto antes contra Israel y otros países infieles. Aunque la mayoría de los occidentales, acostumbrados como están a decirse que si no fuera por la combatividad de los estadounidenses no habría más guerras, se nieguen a tomar en serio el peligro así supuesto, hacerle frente antes de que sea demasiado tarde es la única opción racional.
Pues bien: para disgusto de los "halcones" estadounidenses, lo que habían creído sería un operativo limitado destinado a eliminar a Saddam está transformándose en un proyecto incomparablemente más ambicioso. A fin de convencer a sus compatriotas de la legitimidad de la campaña contra el dictador iraquí, los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña hablan cada vez menos del desarme y cada vez más del sadismo monstruoso del régimen que han decidido aplastar. Según sus críticos, los dos temas son muy distintos, pero la verdad es que están íntimamente vinculados. Las democracias auténticas se encuentran relativamente abiertas y transparentes; las dictaduras se caracterizan por ser sociedades cerradas y opacas. En una democracia moderna es difícil mantener muchos secretos: en una dictadura casi todo cuanto sucede está ocultado a todos salvo el dictador y sus cómplices inmediatos. Asimismo, como las manifestaciones "por la paz" pero en realidad contra los norteamericanos o, en el caso de Estados Unidos, contra Bush, nos están recordando, una democracia madura propenderá a ser una bestia pacífica que por razones económicas no querrá arriesgarse en aventuras más allá de sus fronteras.
Por lo tanto, las democracias no podrán dormir tranquilamente hasta que el mundo entero sea democrático. Mientras haya territorios en los que los interesados en adueñarse de armas de destrucción masiva pueden hacerlo, los demócratas tendrán que estar dispuestos a intervenir en defensa propia para desbaratar sus planes. Puesto que gracias al avance estrepitoso de los medios de comunicación "globalizados" la tecnología necesaria puede difundirse con mayor rapidez que antes, las democracias no pueden darse el lujo de actuar con la misma lentitud que era habitual cuando se creía que tendrían que transcurrir años para que un dictador como Saddam adquiriera la capacidad para provocar estragos apenas concebibles.
Otro resultado de la "globalización" ha sido la transformación del mundo entero en un solo teatro de operaciones. Un atentado en Buenos Aires vale tanto como otro en Indonesia o Filipinas, aunque no tanto como uno en Nueva York o Londres. Por eso, ya no es posible creer en la posibilidad de aislarse del resto del mundo o imaginar que apaciguando a los dictadores y a los jefes terroristas uno podría comprar la seguridad. Mal que nos pese, la "guerra contra el terror" es forzosamente universal y ha de suponer la voluntad de oponerse vigorosamente a cualquier régimen dictatorial y también a la corrupción por brindar ésta más ventajas a los terroristas que a los decididos a frenarlos.
Antes de entrar la "Guerra Fría" en sus fases finales, los "realistas" occidentales no daban mucha importancia a los derechos humanos por suponer que en circunstancias determinadas les convendría respaldar a dictaduras sanguinarias como las de Pinochet y Videla. Sin embargo, al facilitarse la difusión de la información, descubrieron que insistir en el respeto por los derechos del individuo era de valor propagandístico incalculable. Aunque en algunas partes del mundo el movimiento en pro de los derechos humanos fue capturado por personajes más preocupados por atacar políticamente a sus enemigos que por defender los valores civilizados, el que la causa coincidiera con los intereses estratégicos de las democracias principales incidió profunda y muy positivamente en la vida de millones de hombres y mujeres, sobre todo en América Latina.
Del mismo modo, la necesidad objetiva, por motivos que más tienen que ver con la seguridad que con la solidaridad para con los centenares de millones de víctimas de regímenes gansteriles, de implantar la democracia en Medio Oriente, en el Sur de Asia, en Africa y, en cuanto sea factible, en Corea del Norte y China, habrá servido para iniciar una gran ofensiva liderada por Estados Unidos contra los dictadores grandes y chicos de la que la guerra contra Saddam será sólo el prólogo. Los horrorizados por esta perspectiva conforman dos grandes grupos: uno, el más llamativo, está dominado por quienes odian tanto a Estados Unidos que les gustaría que triunfaran Saddam y Kim Jong Il; otro es el de los que temen que la era de paz que hemos estado disfrutando en el Occidente se vea sucedida por una aún más terrible que la que para ellos concluyó en 1945. Los primeros, los herederos de los muchos que simpatizaron con Hitler y Stalin porque, al fin y al cabo, luchaban contra los anglosajones, son irremediables. Los segundos, que por lo común son demasiado decentes como para sentirse representados por tiranos, deberían preguntarse: ¿qué es la alternativa a una campaña mundial, que en sus comienzos no podrá ser idealmente pacífica, encaminada a hacer más transparentes a todos los gobiernos y sociedades? Por cierto, salvo en el plazo más corto, permitirles a los dictadores continuar persiguiendo a los habitantes de sus propios feudos y seguir armándose a fin de hacerse más poderoso no puede considerarse una opción mejor.
En opinión de muchos, el intento de democratizar a Irak, para no hablar de otros países, es un proyecto grotescamente ambicioso improvisado por hipócritas que hasta hace muy poco no tenían el menor interés en los derechos democráticos de nadie. Asimismo, dicen los escépticos, no se puede democratizar a los pueblos por la fuerza: a menos que ellos mismos conquisten la libertad, ésta carecerá de valor. Esta tesis, que a veces tiene connotaciones casi racistas por basarse en el presupuesto de que los árabes, chinos y otros son congénitamente incapaces de manejar una democracia respetable, parece realista pero en verdad es bastante ingenua.
Con la excepción de un puñado de democracias de origen noreuropeo, todas, incluyendo a la argentina, han sido productos del uso directo o indirecto de la fuerza por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña: por su ejemplo mostraron, en ocasiones de manera contundente, que por "decadentes" que fueran eran más fuertes que cualquier otro. ¿Se hubieran democratizado los japoneses y alemanes de no haber aprendido que el totalitarismo era más débil que la democracia? ¿Optaron los rusos, los españoles y los latinoamericanos por la democracia luego de haberse sentido impresionados por las razones esgrimidas por Locke, Stuart Mill y otros pensadores? Claro que no. En última instancia, la democracia se propagó no tanto por sus virtudes intrínsecas cuanto por haberse mostrado incomparablemente más potente que todos sus muchos rivales, motivo por el que no sorprendería en absoluto que el espectáculo del final de Saddam a manos de los anglonorteamericanos contribuyera más a sembrar la democracia en el Medio Oriente que todos los cursos académicos, debates televisivos y programas humanitarios emprendidos a través de los años por los interesados en promoverla.
     
     
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