Domingo 1 de diciembre de 2002 | |||
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El futuro y los sueños de una aldea de montaña |
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Por años Villa La Angostura fue lugar de paso para quienes visitaban Bariloche, San Martín de los Andes o iban y venían de Chile. Hoy la pequeña aldea de montaña, como la llaman sus lugareños, se ha convertido en uno de los polos turísticos más fuertes de la Patagonia. En este marco, cientos de familias de diversos estratos socioeconómicos han encontrado en su geografía un refugio y la promesa de una vida mejor, alejada de la violencia. El crecimiento poblacional y comercial de la villa ha sido explosivo en los últimos años. "Río Negro" conversó con su gente y vio cómo se cimenta un sueño. |
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Esta escena apabullante es la que toca los hilos íntimos de cientos de personas que cada año deciden hacer el cambio de domicilio y venirse a vivir, definitivamente, a Villa La Angostura. La ciudad por la villa de montaña. El barrio de la provincia de Buenos Aires por esta naturaleza sin concesiones y a precio dólar. Porque, hay que decirlo, la villa no es barata. Aunque tampoco tan cara, sobre todo si se comparan sus precios con otros lugares turísticos del sur argentino y chileno. Dos jóvenes norteamericanos mantienen una casual y acelerada charla de mochileros antes de que el recorrido en el pequeño colectivo que une la villa con Bariloche los separe. Su presencia, su diálogo apuntala el sentimiento que rodea al visitante, y a esta nota, cuando ya se va del lugar. Villa La Angostura parece otro país. No sólo por su geografía única y atrapante. La Angostura marca la diferencia desde los vértices de su estructura como sociedad. Un país dentro de un país. Y... por eso es una villa, dirán. Bueno, sí. Su dinámica hace pensar en otra postal de la historia, la de las polis griegas. Eficientes, intensas y ordenadas microorganizaciones políticas que dieron origen a la mayoría de los conceptos de desarrollo y participación ciudadana que conocemos hoy. Eran tan pequeñas que Atenas en su momento de apogeo llegó a tener 100.000 habitantes. Pero, habitualmente, una polis no pasaba de las 8.000 personas. "Estas montañas, estos lagos... tal vez necesites unos 50 años para conocerlos bien", dice uno de ellos, el que dentro de un rato se bajará en un campamento adventista. "No tengo tanto tiempo, tengo seis meses para viajar por Sudamérica, después voy a volver a estudiar", le responde el otro. Y el diálogo cierra con una especie de ironía: "¡Me tengo que ir! ¡Me tengo que ir!", dice el chico ¿adventista?, sonando los dedos justo antes de bajarse. En la villa todavía se mantiene la sana costumbre de saludar. Ese saludo que corresponde a gente con otra "onda", acaso de una época distinta de cuando éste no era un punto de consagrada atracción turística. "No queríamos tener un niño de balcón", dice Carina, arquitecta, treinta y tantos años. Hace un par de años tomó la decisión, junto a su marido, también arquitecto, de probar suerte en el sur. Llegaron aquí sin trabajo y sin amigos. Movidos por la repulsión a esa imagen tan típica en Buenos Aires: chicos jugando en balcones enrejados. "Ya sabíamos cómo era el extranjero. Ambos habíamos trabajado afuera y no nos había gustado. Este lugar tiene cosas que nos atraen desde siempre: su belleza, por supuesto; también su proyección de desarrollo", dice quien ahora es mamá de una beba que juega en uno de esos patios sólo imaginables en la Patagonia. Por estos pagos dicen que no se ha conocido la villa hasta que no se pasa un invierno entre sus montañas. Porque una cosa es este clima amable y seductor y otra lo que ocurre cuando la Patagonia muestra su cara helada. Hasta hace unos años la villa no tenía la variedad de servicios que hoy muestra. No era extraño ver a alguien, acostumbrado a la metrópolis, acarreando leña para calentar su ¿departamento? No, su cabaña. En la última década, la villa ha crecido considerablemente. La inseguridad reinante en lugares como Buenos Aires y su provincia, ha estimulado la inmigración interna. Por temporada se construyen alrededor de 30.000 metros cuadrados repartidos en casas de verano, hosterías, restaurantes, complejos y viviendas particulares permanentes. La población oficial llegaba en el 2001 a las 7000 personas y en el mismo año se registraron 700 cambios de domicilio. Pero, ya lo decíamos, la villa no es un lugar barato. La clase media alta que tradicionalmente la utilizaba como un espacio para el relax en sus fines de semana largos ahora está pensando seriamente en radicarse a tiempo completo. ¿A hacer qué? Esa es la cuestión. Los estratos intermedios y la clase llamada trabajadora, compuesta en su mayoría por albañiles y plomeros, han venido también a la búsqueda de mejores horizontes. Los primeros para ofrecer servicios tanto a turistas ocasionales como a esos nuevos y mejor provistos residentes; y los segundos, conforman la mano de obra de las construcciones lujosas y no tanto -aunque siempre de diseños de cuento- que caracterizan a la villa. Un caso con ingredientes existenciales que se vienen repitiendo en estos dos últimos años. Un ejecutivo de una empresa internacional aparece en la villa con la idea de instalar un pequeño hotel. Tiene el terreno y el dinero para construir. A pesar de los consejos que los conocedores del negocio le dan acerca de que debe buscar un lote más grande para ampliar el número de piezas y de este modo asegurarse una facturación que le permita vivir todo el año, el hombre no acusa recibo. Con ese lote y esa inversión, explica, alcanza con tal de que sea rápido. El ejecutivo en cuestión, más tarde y ya más calmado, cuenta los porqué de su premura: vive en Buenos Aires en un barrio clase alta y su familia ha sufrido varios asaltos e intentos de secuestro. Tiene miedo y la situación del país no hace más que alimentar la paranoia. Más temprano que tarde comenzará una nueva vida. Realmente nueva. Hace tan poco tiempo "Recuerdo las épocas en que nos quedábamos aislados, las necesidades de servicios eran importantes. Cuando nos conocíamos todos. Ahora la gente siente que en la villa puede vivir de otra manera y es lógico, aquí todavía se mantienen determinadas cosas que son valiosas: el trabajo, la buena onda", cuenta Emilio. Es una de esas personas que a esta altura no son fáciles de conseguir en La Angostura porque lleva aquí alrededor de 25 años. Vino siendo un joven motivado por el entusiasmo de su padre. Vaya si han cambiado algunas cosas. "Hace diez años, recién llegada, yo vivía en una casa rodante sobre la avenida Arrayanes", recuerda Eleonora. También ella ha sido mamá hace poco. ¡Sobre la avenida Arrayanes! Eso parece una leyenda para una villa en donde el metro cuadrado de un terreno ubicado en zona turística puede llegar a costar 50 dólares. La temporada de invierno no fue mala y la de verano ha comenzado antes de lo normal. Una tardecita cualquiera, los bares y restaurantes de la villa lucen a pleno. Decenas de chicos menores de 15 años caminan sobre la avenida principal coordinados por un mayor. Aquí no se habla de turismo estudiantil, prefieren llamarlo turismo educativo. La diferencia, si se mira bien, es grande. Este lugar, en realidad, no admite demasiados cambios. Al menos por ahora, la propia naturaleza que lo rodea y lo atraviesa le impide a sus habitantes hacer cortes drásticos en su estilo de vida. En la villa o se es bastante ecologista o no se es un miembro de la villa. El camino al cementerio podría considerarse una pequeña excursión. Tiempo atrás era un sitio casi inadvertido porque en la villa, con una población que a principios de los "90 rondaba los 3.500 habitantes, no se moría mucha gente. Pero la densidad poblacional ha hecho repensar la cosas en este sentido. Hoy esa cifra se elevó hasta los 7.000 y hay quien asegura que bien puede rondar los 10.000 habitantes dentro de poco. El cementerio fue pensado para un pueblo definitivamente más chico que el que hoy late entre las montañas. "Antes no se moría nadie, pero ahora con tanta gente, eso cambió, el otro día nomás en una semana se murieron como tres", dice Osvaldo habitante del popular barrio Mallín. Por acá viven muchos inmigrantes de otros países como Chile, Paraguay y Bolivia. Son los albañiles, los plomeros, la mano de obra que levanta cabañas y mansiones. Ellos no han venido por miedo a la violencia en las grandes urbes sino por la necesidad de trabajar. El Mallín, como los otros barrios de trabajadores de la villa, tiene una característica muy llamativa: los chicos. Son decenas caminando por la calle. Algunos juegan, otros van o vienen de las escuelas cercanas. Un porcentaje importante de las personas que hoy conforman la clase media local se trasladó al sur para planificar una familia, pero la clase trabajadora ya encargó sus hijos hace rato. La posibilidad de que esos críos den varios pasos más que sus padres está atada, claramente, al acceso de la educación. "Nuestro nivel de desempleo es bajo y esos chicos hijos de trabajadores pueden preocuparse por estudiar sin tener otras grandes necesidades. En estos barrios hay numerosas escuelas y si observa con atención verá que es gente humilde pero no pobre", dice Roberto Calcaut, el intendente de la ciudad. El Mallín es un barrio humilde, sus casas son dignas y sus calles limpias. La delincuencia y la mendicidad tampoco son un tema en la villa. Aunque esto recién comienza. "Estimamos que la población puede llegar a crecer considerablemente más en algún momento y con esta estructura. Para eso falta mucho, pero la idea es que la villa crezca ordenadamente", dice Alberto Ferrari, secretario de Turismo de la villa. Ferrari explica esto en una conversación que se desarrolla en la oficina de Hugo, el secretario de Obras Públicas de la Villa. En el municipio de Villa La Angostura, en realidad en toda la villa, abundan los mapas y la oficina de Hugo no es la excepción. Hay una rara necesidad de sus habitantes de dimensionar y explicar los límites del lugar de donde viven. Como si eso les transfiriera un grado de seguridad distinto al que tienen, por ejemplo, la ciudades medianas. Según el Plan Estratégico para La Angostura realizado por el municipio y la subsecretaría de Asuntos Municipales dependiente del Ministerio del Interior, el crecimiento deberá ir acompasado a su estructura edilicia turística y residencial. El que llegue deberá saberlo. La segunda vida de Yayo de Mendieta Yayo de Mendieta tiene una historia extraña y apasionante. Tanto como para escribir una novela o filmar una película. Fue empresario de la construcción en Bahía Blanca por muchos años y supo gozar de una buena vida hasta que las cosas dieron un vuelco en su vida y lo perdió prácticamente todo. Luego, en medio de la depresión, siguió sus instintos y comenzó a escribir obsesivamente. Desempleado y con tiempo de sobra, ésa fue su terapia, su salvación y, para suerte de todos, el origen de varios libros imprescindibles en la literatura patagónica. De Mendieta publicó este año "Una aldea de montaña", una sobresaliente historia de la villa que ya agotó su primera edición y que en pocos días se presentará oficialmente en Buenos Aires. En el marco de la investigación le surgió una invitación para visitar los archivos históricos que guarda el Vaticano y ampliar así su conocimiento acerca del trabajo de los jesuitas en el sur. Conversó con "Río Negro". |
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