Viernes 21 de diciembre de 2001 | ||
Una noche, una batalla, algunos miedos |
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NEUQUEN (AN)- "Vamos, vamos, vamos que los rajamos....". Los gritos vienen desde los agujeros de la noche. Son voces de pibes jóvenes que putean a la policía, que atacan con piedras y cuerpo al enemigo uniformado. Los pibes (también hay varios que no se cuecen al primer hervor) conocen al dedillo la lógica de la gota que perfora la piedra. Por eso, nunca dejan de estar en ofensiva: tarde o temprano las balas de goma y los gases se terminan. Y -se sabe- siempre habrá piedras. A la vez, cuando más encarnizada es la batalla en un flanco, aparecen por el otro para desconcertar a los policías. Es con esa estrategia, que ya tiene una larga tradición en la provincia, que cientos de saqueadores agobian a la Policía en uno u otro frente. Fue así durante la madrugada de ayer en esa tierra de nadie que son los barrios del oeste neuquino (los del este no se quedan atrás) y casi con seguridad fue así la madrugada de hoy. En uno u otro momento -está claro- estos días y estas noches sirvieron para demoler toda capacidad de asombro. Estoy en la esquina de Belgrano y Combate de San Lorenzo, a metros de un supermercado Topsy. Busco el lugar más iluminado como para demostrar mi posición neutral a uno y otro bando que, a las dos de la mañana, computan cinco horas de enfrentamiento. Para mayor garantía -cada tanto- me preocupo por mostrar que soy periodista....Y que tengo un anotador entre mis manos, por más que las hojas permanezcan vírgenes de datos; sencillamente no sé qué escribir. Cada tanto, cuando las escaramuzas son más cercanas y el gas lacrimógeno se expande para arrancarme lágrimas y meter hormigas en mi garganta, la situación me aleja del lugar que creía más seguro y me acerca demasiado a uno u otro flanco. Eso (lo tengo muy claro) no es bueno. La confirmación de que es muy malo estar próximo a unos o a otros me llega con un formato invisible: el silbido de una bala calibre 22 (así identifica el sonido mi compañero fotógrafo) que, junto a piedras que golpean contra unos carteles, se suman a los estampidos de los proyectiles de goma. Sigo en los alrededores de esa esquina donde algunos vecinos presencian el curioso espectáculo. Esas personas (algunas familias con sus hijos) se entretienen y -según germinen las situaciones- eligen quiénes son los héroes y quiénes los villanos. Como los cuadros se modifican aceleradamente, los pibes, lo mismo que la policía, pasan de una a otra condición tan rápido como la velocidad que lleva otra bala que pasa cerca. Entonces, un chico de no más de 16 años, que debe tener callos por tanta piedra lanzada, deviene en héroe, villano y víctima al momento de ser cazado por una patrulla policial. Son cuatro o cinco policías los que limpian el piso arrastrando la humanidad del joven. Pero sólo dos o tres uniformados son los que sacuden garrotazos, puntapiés y piñas contra el chico al que no le queda ni fuerza para gemir. Las voces del público descargan insultos contra la policía a la que llaman yuta o cana hija de puta. No sé si es lo más hiriente pero seguro que es el insulto más usado. Son casi las tres de la mañana y la Policía ganó la esquina. La piedras florecen sobre el asfalto y las gomas encendidas son la única iluminación de las calles laterales, donde la noche parece haber devorado a la banda invisible de pibes lanza piedras. La Policía tiene a cinco muchachos besando el asfalto con las manos en la nuca. El tránsito de una destartalada camioneta verde y chueca pone en escena a la Gendarmería y recuerda que rige el estado de sitio. Los que están boca abajo venían en un auto blanco que conducía un hombre de unos cincuenta años que se esmera por explicar que sólo estaban paseando (?), que dos de los chicos son sus hijos y que no andan "en nada raro". Una bala vuelve a silbar, el fotógrafo retrocede y vuelve a garantizarme que es del calibre 22. Los pibes siguen estando por ahí, al acecho. En las casas que están al noroeste -lo advierto en ese momento- hay muchos ojos que están mirando. O más bien esperando que los pibes descamisados vuelvan a la ofensiva para ganar el sitio y el supermercado. Un hombre calvo y de barba, se me acerca y me busca charla. El tipo -que vive sobre la calle Mastropiedra y es un típico media- me pregunta: ¿Qué va a pasar? ¿A dónde mierda nos vamos? Se me escapa un gesto con las cejas. No sé qué decirle. Pero me reconforta que me haya distinguido como periodista. Ya no tengo miedo. Me siento patético. Rodolfo Chávez |
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