Domingo 23 de setiembre de 2001 | ||
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De adjetivos jadeantes y verbos ardorosos |
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Cuando un par de años más tarde pude comparar las lecturas con la sensación real de acariciar por primera vez el cuerpo de mi amante, tuve que admitir que, por una vez, la literatura se había quedado corta. Y, sin embargo, la emoción de esas páginas perduró. Tal vez los adjetivos jadeantes y los verbos ardorosos no sirvieran para describir mis confusas emociones, pero intermitentemente me transmitían algo espléndido, asombroso y único.
Esa singularidad, pronto iba a descubrirlo, es la marca de todas las experiencias esenciales. "Vivimos en comunidad, influimos unos en otros y reaccionamos ante la conducta de los demás" ' escribió Aldous HuxIey en Las puertas de la percepción, "pero siempre y en todas las circunstancias cada uno está sometido a sí mismo. Los mártires salen a la arena cogidos de la mano; en la cruz cada cual muere solo. Los amantes abrazados se desesperan por fundir sus éxtasis aislados en una sola trascendencia; en vano. Por su propia naturaleza todo espíritu encarnado tiene el destino de sufrir y gozar en soledad". Aun en el momento de mayor intimidad, el acto erótico es un acto solitario. Escritores de todas las épocas han intentado hacer de esta soledad un hecho compartido. Mediante estrictas jerarquías (desde ensayos sobre la literatura "galante" hasta los referidos a textos medievales sobre el amor cortés), mediante la mecánica (manuales sexuales y estudios antropológicos), mediante ejemplos (fábulas y alegorías de diversos tipos), toda cultura ha pretendido abarcar la experiencia erótica con la esperanza de que, una vez descrita fielmente en palabras, acaso el lector pudiera revivirla y hasta aprehenderla, tal como esperamos que cierto objeto conserve un recuerdo o un monumento devuelva un muerto a la vida. Es pasmoso pensar en lo distinguida que sería una biblioteca universal de esta ilusionada literatura erótica. Me figuro que incluiría los diálogos platónicos de la antigua Grecia en los cuales Sócrates discute sobre los tipos de amor y sus méritos; el Ars amatoria de la Roma, imperial, en la que se atribuye al Eros una función social, como los rituales en la mesa- el Cantar de los cantares, que transforma los amores entre el rey Salomón y la negra reina de Saba en una reflexión sobre el mundo que los rodea; el Kamasutra y el Ka1yana Malla, ambos hindúes, que consideran el placer como una rama de la ética; el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, que finge tomar su sabiduría de fuentes populares; El jardín perfumado, escrito en el siglo XV por el jeque al-Nefzawi, que codifica los actos eróticos de acuerdo con la ley musulmana, los germánicos Mínnerden, o discursos amatorios medievales, en los que el amor, como la política, es provisto de una retórica propia; y alegorías poéticas como el Roman de la Rose o The Faeríe Queen, en los que el abstracto sustantivo "Amor" cobra, como antes Eros, rostro humano o divino. En esa biblioteca ideal habría obras aún más extrañas: Clelíe (1654-1660), la novela en diez volúmenes de Mademoiselle de Scudéry que contiene la Carte de Tendre, un mapa sobre la evolución del erotismo, con sus recompensas y peligros; los escritos del marqués de Sade, quien apuntó en tediosos catálogos las variaciones sexuales a que puede someterse un grupo humano; los libros teóricos de su casi contemporáneo Charles Fourier, que diseñó sociedades utópicas enteras centradas en las actividades sexuales de los ciudadanos; los diarios íntimos de Giacomo Casanova, Ihara Saikaku, Benvenuto Cellini, Frank Harris, Anais Nin, Henry Miller o Reinaldo Arenas, los cuales procuraron capturar a Eros en memorias autobiográficas. Acurrucado en un sillón de la biblioteca de mi padre, y más tarde en sillones de otras casas de las que sí quiero acordarme, descubrí que Eros solía aparecer en todo tipo de lugares inesperados. Pese a la naturaleza singular de las experiencias sugeridas o descritas en la página privada, esas historias me conmovían, me azuzaban, me susurraban secretos. Quizá no compartamos las experiencias, pero podemos compartir los símbolos. Transportada a otro dominio, desentendida de su tema, la escritura erótica alcanza a veces algo de ese acto esencialmente personal, como cuando los raptos y tormentos del deseo erótico se convierten en el vasto vocabulario metafórico del encuentro místico. Recuerdo la excitación con que leí por primera vez la unión erótica descrita por San Juan de la Cruz: ¡Oh Noche que guiaste! ¡Oh Noche amable más que la alborada! ¡Oh Noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada! Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado: cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. Y luego John Donne, para quien el acto erótico/místico es también un acto de exploración geográfica: Licencia mis errantes manos y déjalas ir, adelante, atrás, en medio, abajo, arriba. ¡Oh, mi América, continente aún por descubrir! En tiempos de Shakespeare, tomar en préstamo vocabulario geográfico se había vuelto tan corriente que la costumbre era objeto de parodia. En La comedia de los errores, el esclavo Dromio de Siracusa describe a su amo los dudosos encantos de la muchacha que lo persigue -"es esférica como un globo; podría encontrar países en ella"- y procede a descubrir Irlanda en su trasero, Escocia en la yerma palma de su mano y América en su nariz, "toda adornada de rubíes, carbunclos y zafiros cuyo rico aspecto decae bajo el tórrido aliento de España". William Cartwright, el nebuloso autor del siglo XVII que escribió El esclavo real (The Royal Slave, obra que en su momento recibió elogios de Carlos I y Ben Jonson), merece ser mejor recordado por los siguientes versos, que devuelven el amor espiritual a su fuente auténtica: Yo era esa criatura en un tiempo forjada para practicar este magro Amor; subí del Sexo al Alma, del Alma al Pensamiento; Mas pensando trasladarme de allí, rodé cabeza abajo del Pensamiento al Alma, y luego del Alma aterricé de nuevo en el Sexo. De vez en cuando, en el azar de la lectura, encontré que una sola imagen podía hacer memorable un poema. He aquí los versos compuestos por una poeta sumeria circa 1700 a.C.: Iré a mi joven esposo transformada en manzana que de la rama cuelga, y rodearé el tallo con mi dulce carne. En unos pocos casos, para comunicar el poder erótico de lo que se ha perdido basta con omitir la descripción. Durante la baja Edad Media un anónimo poeta inglés escribió esta famosísima cuarteta: Viento del oeste, ¿cuándo harás que finamente vuelva a llover? Cristo, ojalá tuviera a mi amor en los brazos y yo estuviera en mi lecho otra vez. Con la prosa, el problema es muy distinto. De todos los géneros literarios, la narrativa es el que se ve en mayores aprietos para describir lo erótico. Contar una historia de amor carnal, una historia que desborde las palabras y el tiempo, parece una labor no sólo fútil, sino imposible. Se aducirá que cualquier asunto es tan complejo o tan sencillo que resulta imposible contarlo- que una silla, una nube o un recuerdo de infancia son tan inefables o indescriptibles como una noche de amor, un sueño o la música. No es así. La mayoría de las lenguas cuentan con vocabularios sustanciosos y diversos que, en manos de artistas inspirados, pueden transmitir razonablemente bien las acciones y elementos con los cuales la sociedad se siente cómoda, las fruslerías cotidianas de sus animales políticos. Pero aquello que la sociedad teme o no alcanza a entender, aquello que me obligaba a acechar en la biblioteca de mi padre, lo prohibido, lo que no debe siquiera mencionarse en público, carece de palabras adecuadas para abordarlo. "El mundo ya es viejo y todavía no se ha escrito un sueño que se parezca al verdadero curso de un sueño, con sus inconsistencias, sus excentricidades y su falta de meta", se quejó Nathaniel Hawthorne en los Cuadernos americanos. Lo mismo habría podido decir del acto erótico. La mayoría de nuestros idiomas dificulta mucho las cosas porque sencillamente le falta un vocabulario erótico. Los órganos y los actos sexuales toman las palabras que los definen de las ciencias biológicas o del léxico del insulto. Clínicas o groseras, las palabras que deberían describir la belleza física y el regocijo del placer condenan, esterilizan o denigran lo que debería celebrarse con asombro. Quizá el francés sea más afortunado. Baiser -por copular-, que semánticamente deriva de "beso"; verge -por pene-, la misma palabra que "abedul", que por asociación con "árboles" da verger o "huerto"; petite morte o "pequeña muerte" -por el momento extático posterior al orgasmo- en donde el cariñoso diminutivo condensa la eternidad del morir pero conserva el sentido de un dichoso abandono del mundo: términos como éstos tienen poco del carácter de guiño o codazo cómplice de "follar/ joder/coger", "picha/pija/polla" o "venirse/acabar/correrse". Sin embargo, la vagina (qué sorpresa) merece en francés tan poco respeto como en los otros idiomas, y con no es mucho mejor que "coño/concha". "Hemos confinado el sexo", dijo Montaigne, "en el redil del silencio". ¿Pero por qué decidimos que Psique no debe mirar a Eros? En el mundo judeo-cristiano, la voz canónica de la proscripción de Eros es la de San Agustín, una voz que resuena en toda la Edad Media y que aún tiene un eco distorsionado en los actuales despachos de censura. Tras una juventud lasciva y disoluta (para usar hermosas palabras de predicador), y repasando su larga búsqueda de una vida feliz, Agustín concluye que la felicidad última, la eudaemonia, no puede alcanzarse sin subordinar el cuerpo al espíritu y el espíritu a Dios. El eros o amor carnal es infame; sólo el amor -amor espiritual- lleva al gozo de Dios, al agape, ese banquete del amor en sí que trasciende a la vez el cuerpo y el, espíritu humanos. Dos siglos después de San Agustín, San Máximo de Constantinopla lo dijo con estas palabras: "El amor es esa buena disposición del alma en la cual ésta prefiere el conocimiento de Dios a toda otra cosa que exista. Pero nadie arribará a tal estado de amor mientras permanezca ligado a lo terreno. El amor nace de la ausencia de pasión erótica.". Nos hemos alejado mucho de los contemporáneos de Platón, quienes veían en Eros la fuerza (en el real sentido físico) que mantiene unido el universo. Mediante la condena de la pasión erótica, o de la carne misma, la mayoría de las sociedades patriarcales pueden acusar a la mujer de tentadora,, la madre Eva culpable de la caída de Adán. Dado que la culpa es de ella, el hombre tiene derecho natural a gobernarla; cualquier desvío de la ley -sea perpetrado por hombre o mujer- se castiga como traicionero y pecaminoso. El porno en la era del Viagra or Internet andan circulando unas extrañas tarjetas de felicitaciones. Extrañas por contradictorias más que por extrañas en sí. Tienen una apariencia inocente, como aquellos dulces envíos con caricaturas en donde un humano le dice a otro: "¡Feliz día de la primavera amigo del alma!" o "A mi esposa bien amada por todos estos años juntos", etc. La lista no tiene demasiadas posibilidades. Claudio Andrade |
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