Domingo 26 de agosto de 2001
 

El porvenir

 
  Yo sé que, para vos, la culpa fue de la fatalidad. Mía primero, y después de la fatalidad.
Claro; es fácil sentirte dueña de la verdad mirando las cosas desde una perspectiva definitiva. Pero no es el caso, no es mi caso. Hay días en que me asfixia la necesidad de tenerte enfrente, de que me escuches aunque sea a la fuerza, hasta que termine de decirte lo que tengo para decir. Si tanto confiás en tu manera de ver lo que pasó, ¿por qué no escucharme, aunque ya sea demasiado tarde, como sabemos de sobra los dos?
Hacé memoria. Acordate de aquella tarjeta de invitación de los italianos, llegando puntualmente a casa todos los años, a mediados de diciembre. Y ahora acordate de las semanas anteriores a aquel último fin de año que pasamos juntos. Aquel 1999 en que el mundo despidió el milenio con una euforia ciega que a mí me hacia acordar a la época en que llegó la televisión color y la gente se libraba alegremente de sus viejos aparatos en blanco y negro. Vos dirías que exagero, ya sé. Pero esto no se trata de cómo lo veía el resto del mundo, vos incluida.
Habla una canción de nuestra época, una que en cierto momento decía: El futuro llegó hace rato. Así estábamos. Con la punta de los zapatos tocando literalmente un mundo que, hasta hacia demasiado poco, no iba a ser real. Salvo en las películas de ciencia-ficción. Pero esas películas envejecían enseguida y el mundo, en cambio, seguía igual de reconocible. Cambiaba, pero seguía reconocible. Así era la vida, al menos para mí. Así vivía. Ahora, en cambio, me levantaba cada mañana preguntándome qué más habría dejado de ser lo que silenciosamente era hasta ayer. A qué otra novedad debería adaptarme como pudiera. Qué quedaba del mundo que habla dejado al irme a dormir la noche anterior. Como si fuese cierto nomás el efecto fin de milenio. ¿0 era sólo el efecto de cumplir los cuarenta?
Entonces llegó, como todos los años, la invitación de los italianos. Ese sobre de papel elegante y atemporal apareció por debajo de la puerta, como siempre. Y al verlo, al reconocerlo, yo volví a decirme, como cada diciembre: "Un año más y yo sin aprender italiano todavía". Pero esta vez con ese peso adicional que tienen los aniversarios en números redondos: "Ya cuarenta y sin haber aprendido italiano todavía".
Voy a tratar de contestar ahora esa pregunta que leía en tus ojos cada año por esas fechas. Especialmente las primeras veces que me viste ir a lo de aquellos italianos. Lo sabes bien: la invitación era para un cóctel más bien íntimo, antes del almuerzo, en el último día del año. Y me invitaban, en realidad, por carácter transitivo. El que iba en un principio era papá: una relación laboral, con esta buena gente, que fue convirtiéndose en otra cosa a lo largo de los años. No sé si en algún momento te conté la primera vez que fui. Lo dudo, porque era una de esas cosas que no necesitábamos explicarnos, cuando nos conocimos, esas cosas que vos sabías imaginar de mi pasado sin que yo dijera nada. Yo de saco azul y corbata, y papá de traje claro llevándome a uno de esos lugares donde era un honor presentar a un hijo que se preparaba a "entrar en el mundo". La cuestión es que fui con él; me presentó a quienes debía presentarme y yo me aburrí, como era de esperarse, el único adolescente entre todos esos adultos. Así es mi recuerdo de aquella primera vez: todos adultos y yo; nadie normal.
Por supuesto, algo debió pasar las siguientes veces que fui, para que siguiera yendo. A veces habrá sido un esfuerzo de mi parte, otras de parte de él, una suerte de tregua en nuestra batalla cotidiana; o quizás era simplemente el no tener nada que hacer en ese mediodía muerto previo al fin de año. Así fue hasta que te conocí; así siguió siendo hasta que papá murió y la invitación llegó con la misma puntualidad, pero por primera vez a casa y a mi nombre, acordate: cómo quedó completamente fuera de la cuestión, entonces (y no sólo para vos sino para mi mismo), preguntarme si tenla ganas o no de ir. Y después ya no hizo falta hablar del tema. Cada 31 de diciembre llegaba el mediodía y yo partía de casa rumbo a ese viejo departamento racionalista igual de impecable año tras año, donde a pesar del calor siempre olía a fresco, a pisos encerados y, no sé por qué, remotamente a vainilla.
Saludaba, tomaba una copa o dos con esta gente tan agradable, aceptaba la conversación que me daban como quien acepta una buena brisa en una tarde de sopor, y pensaba, siempre pensaba para mí: "El año que viene; el año que viene voy a saber italiano".
Todo lo que me decían en ese departamento era leve, afable y un poco atemporal también, como si nadie registrara del todo que los años pasaban. Que yo, por ejemplo, me iba acercando a los cuarenta. Para ellos, seguía siendo el hijo de mi padre que algún día (siempre próximo, siempre indefinidamente en el mañana) habría de convertirse en un "hombre de bien". Cada año igual. Hora y media o dos, copa en mano, mayormente escuchando cordialidades, pronunciadas en ese idioma casi sin consonantes y tan pleno de medias vocales que usan ciertos extranjeros cuando hablan en castellano.
¿Por eso iba? Qué sé yo si era por eso. Iba porque me gustaba. Porque me había acostumbrado y ya me gustaba.
* Fragmento de "Puras mentiras" de Juan Forn. Alfaguara, 2001.
   
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