Domingo 12 de agosto de 2001 | ||
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Todo tiene un propósito |
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Todas las peleas de boxeo acaban mal. No hay manera de ganar sobre el ring. Tanto el que levanta los brazos como el que acomoda la cabeza en el regazo de su entrenador saben, íntimamente, que han perdido algo más que sudor y sangre en esos minutos que duró el encuentro. Los boxeadores mediocres viven sobre todo del recuerdo de sus supuestas victorias. Los mejores, los verdaderos artistas de la danza mortal, se regodean en las palizas que recibieron. Ali es el rey vivo por la suma de sus caídas y de sus jabs religiosos lanzados al rostro de su oponente. Rocky Marciano, el único campeón invicto en la historia de la categoría de los peso pesados, jamás descansará en el mismo Olimpo, por esa tonta pretensión de haberse retirado sin mancha. Es cierto, se marchó erecto pero sin espiritualidad, tal cual una película pornográfica que rebosa de sexo pero no de deseo. El boxeo es una discusión sin hipocresías. Un intercambio de ideas franco y puro. Los gestos teatrales que se desgranan antes de las peleas -apuestas, las probabilidades y demás elucubraciones- se desvanecen con el primer golpe frontal de la noche. La televisión hasta cierto punto ha maquillado el verdadero efecto de la contienda, pero a metros de las cuerdas los espectadores van presenciando la obra cruel de la voluntad. Las mejillas, el pecho, la parte media de los brazos comienzan rápidamente a enrojecerse aunque no se haya recibido un solo rasguño. Es el producto de la acción y la adrenalina. Si el combate se profundiza, los de las filas de adelante verán llover gotitas de sangre sobre sus camisas. En boxeo, como en otras tantas lides cotidianas, suele hablarse de miedo. Del patético espanto que teóricamente sintió Floy Patterson frente a Sonny Liston, o del gélido rayo de odio que atravesó la espalda de Ali cuando Liston lo abofeteó en Las Vegas. Pero una vez arriba -cuando te quedas solo y "hasta el banquito te sacan"- el miedo adquiere nuevas connotaciones. Una vez que el cuerpo recibe castigo, el corazón se acostumbra a latir en 210 y la presión llega a 21, el miedo termina siendo un viejo recuerdo. Podríamos morir mientras otro intenta tumbarnos sin ser conscientes de ello. La lucha boxística no es demasiado diferente de lo que hacemos cotidianamente para crecer o superar la adversidad. En última instancia, sólo nos erigimos sobre lo imposible cuando nos jugamos el cuero. Sobre el ring no queda otra cosa que la resignación ante esta verdad. "Si un combate de boxeo es una historia, es siempre una historia caprichosa, una en la que cualquier cosa puede suceder. Y en cuestión de segundos. ¡En fracciones de segundos! (Muhammad Ali se jactaba de ser capaz de lanzar un puñetazo a mayor velocidad de la que el ojo podía seguir, y es posible que tuviera razón). En ningún otro deporte pueden ocurrir tantas cosas en tan breve lapso, ni de un modo tan irrevocable", escribió Joyce Carol Oates en su brillante libro "Del boxeo" (Tusquets). Como una especie de Cristo contemporáneo, Ali encarnó al mártir, aunque para nada humilde, que entregó su ser para mejorar la conciencia de los hombres. A Ali también pudieron matarlo como a Martin Luther King y Malcom X. Oportunidades jamás faltaron. Fue el bocón de oro en la época en que los blancos dominaban en los Estados Unidos las normas y las costumbres, así como las leyes y los usos que las fundamentaban. Ali predicó -a su modo pero predicó- con el cuerpo, la lengua y la mirada. De su reinado nos quedó otra perspectiva de las cosas que se dieron por sentadas durante siglos. El más grande de todos peleó con todos -incluida la sociedad de su tiempo y de las que siguieron cuando ya había colgado los guantes- y deleitó en la plena ejecución de su arte. Si no hubiera dicho una sola palabra, por mudez o idiotez, Ali también tendría que ser considerado el mejor de todos. Pero esto lo definiría únicamente como deportista. Para suerte de millones, no se calló. "Ha habido al menos un boxeador poseído de una conciencia extraordinaria e inquietante, no sólo de cada movimiento actual y anticipado de su contrincante, sino también de los más sutiles cambios de ánimo de público, de los cuales parece haberse sentido personalmente responsable: Casius Clay/Muhammad Ali, naturalmente. "La dulce ciencia del aporreamiento" celebra la naturaleza física del hombre hasta cuando dramatiza las limitaciones, a veces trágicas, más a menudo conmovedoras, de lo físico. Aunque el espectador-hombre se identifica con los boxeadores, no hay boxeador que actúe como un hombre "normal" cuando está en el ring, y no hay combinación de golpes que sea "natural". Todo es estilo", escribe Oates. Ali aun puede hacernos enfurecer con sólo verlo en acción a través de los videos que testimonian su esplendor. Esa capacidad para generar algo, un cambio, un maremoto o un odioso cosquilleo, es un raro privilegio que también han cultivado personajes tan disímiles como Jim Morrison, Francis Bacon y, por supuesto, Diego Maradona. "Ali fue el primer psicólogo del cuerpo", escribió Norman Mailer. Sí, y además uno de los mayores profetas del siglo XX, el que mejor usó su popularidad. Con él descubrimos que la sabiduría excede las palabras y una pelea suya es sobre todo una lección de vida. "Los pugilistas blancos, con rostros de piedra embebidos en cemento, cambian golpe por golpe. Ali gusta llevar el boxeo al territorio donde pertenece, trocando metafísica por metafísica con quien fuere", escribió Mailer. Ahora que Ali luce -y qué maldita paradoja- inmovilizado por el mal de Parkinson, el contenido de su misión en esta tierra resulta más claro. Su prematura vejez no le ha quitado el entusiasmo. Ya no vocifera acerca de cómo bailar y aguijonear, sino que predica la dignidad. El último refugio de los seres humanos libres. Cuando el periodista Peter Richmond, que lo entrevistó hace un par de años para la revista "GQ", le preguntó si debíamos sentir lástima por él, respondió: "No. Todo... todo... todo tiene un propósito". Tal vez sea así. Claudio Andrade |
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