Domingo 8 de julio de 2001 | ||
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Con poca sangre basta |
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- Si es necesario, matamos. Estamos hechos para matar. Y mataremos todo lo que sea necesario, esto debe quedar claro, muy claro. En esta cuestión, este mando no alberga ninguna duda. Pero al margen de lo necesario está lo imprescindible. Y en esto reitero: Lo imprescindible es provocar en nuestro enemigo la suficiente cuota de daño preciso sobre blancos altamente rentables para nuestras operaciones. Daño que no está, precisamente, en matar miles de nuestros enemigos sino en doblegar su voluntad de combate mediante daños que lo hagan dudar y lo inmovilicen. Esas muertes las produciremos si no logramos nuestro objetivo en términos rápidos y concretos. Con esta consigna, entramos esta noche en guerra. Ahora, señores, al combate. A combatir sin odios. Y recordando la consigna de nuestro Douglas McArthur : "En la guerra, la victoria no tiene sustitutos". Esta larga pero definida reflexión fue formulada en la noche del 15 de enero del "91 por el general Norman Schwarzkopf, jefe de las Fuerzas Aliadas en la Guerra del Golfo. Más de medio millón de hombres diseminados en el desierto y el mar, la escucharon en silencio. Dos horas después, se iniciaban las operaciones para desalojar a los iraquíes de Kuwait. La reflexión del "Oso" Schwarzkopf apuntó a la esencia de la guerra moderna: quebrar la voluntad del enemigo rápidamente mediante estocadas demoledoras a la esencia de su poder. Eso fue la bomba guiada que una noche de aquel enero entró por un respiradero del Comando de la Fuerza Aérea Iraquí en pleno centro de Bagdad. No quedó nada. Lo demás fue la demolición una a una y en el término de media docena de horas, de las instalaciones de radar de las fuerzas iraquíes. Pocos muertos. Pero daño irreparable para seguir el combate. Información y precisión angustiante para el enemigo en el ataque. Dejar perplejo y desorientado al enemigo. Aturdirlo en una unidad breve de tiempo. Llevarlo aceleradamente a reflexionar sobre la conveniencia o no de insistir en combatir. Llevarle la guerra en materia de daños más allá de lo que él pudo imaginar que podía sufrir. Colocarlos en el límite de sus posibilidades de intentar buscar otro caminos que no sea la rendición incondicional. Hacerle saber que puede terminar viviendo en la Edad de Piedra si no admite que está perdido. Esa es la esencia de la guerra moderna, que no necesita mucha sangre para ganarse. Carlos Torrengo |
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