Domingo 15 de julio de 2001

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Redescubriendo la patagonia

 

Con Indiana Jones en el Fitz Roy

 

Naturaleza increíble y desbordante, personajes escapados de una novela y situaciones insólitas. La Patagonia es tierra de aventuras. En esta nota, se recrea un largo viaje realizado hace 20 años, en el que un aventurero inglés fue la figura excluyente.

 
Cuando ocurrió esta historia tenía apenas nueve años. A esa edad, no se tiene una verdadera noción de las distancias y las geografías. Por eso, unir Roca con Ushuaia por la ruta 40 me parecía sólo unas vacaciones más, y no el viaje de iniciación que fue tomando forma con el paso de los años.
Enero del 81 fue la fecha de esta incursión a las profundidades de la Patagonia. En ese entonces, la región no era lo que es hoy. Las rutas y caminos estaban peor, o no estaban, y había menos lugares donde alojarse. Pero la gran diferencia es que la Patagonia no había adquirido todavía la categoría de tierra mítica, de último rincón virgen del mundo. "Patagonia" no era la marca registrada que deslumbra en todo el mundo.
Claro que la esencia era la misma y, desde el comienzo, ese viaje hasta el canal de Beagle bordeando la cordillera estuvo marcado por una perfecta combinación de naturaleza fascinante, historias y personajes únicos. Como el inglés Jhon Baker, pero eso llegó después.
Nuestra primera parada para acampar fue en el lago Puelo, en el norte de Chubut. Ahí, una mañana, un equipo de científicos de la Universidad Nacional del Sur le pidió un favor a mis padres: que los lleven en el gomón hasta el otro extremo del lago. Habían venido en una misión científica buscando identificar a una planta que estaba en la otra orilla y a la que creían desconocida. El cruce del lago se hizo en medio de un fuerte oleaje que rajó en dos la quilla de madera del gomón, pero que no pudo detener el avance de la ciencia. No participé de la expedición y me perdí la oportunidad de formar parte de la historia de la botánica. Tiempo después llegó a nuestra casa una carta de los investigadores bahienses, contándonos que la planta había sido reconocida a nivel mundial como una nueva especie y por lo tanto había sido bautizada con uno de esos nombres raros que usan los científicos.
Viajábamos en una rural Dodge amarilla casi nueva, que aguantaba como podía los caminos de ripio y la excesiva carga. El viaje había sido encarado como lo que era, una expedición a la Patagonia solitaria. Estaba la naturaleza inmensa, el auto y nosotros. Así casi todo el tiempo. A modo de defensa, llevábamos mucha comida, abrigo, garrafa, carpa y tres ruedas de auxilio, que casi no fueron suficiente la tarde que pinchamos dos y hubo que hacer más 200 kilómetros sin repuesto, en medio de la nada.
Estuvimos en el lago Cholila, pero el tiempo y el viento habían borrado las huellas de Butch Cassidy. Los rastros de antiguos aborígenes los encontramos en la ladera de un ancho y profundo cañadón que encajonaba a un río, llamado Pinturas. Era la Cueva de las Manos Pintadas, un lugar excepcional y muy poco visitado, al menos hace 20 años.
Fue a los pies del cerro Fitz Roy donde conocimos a Jhon Baker. Era un inglés increíble. En mi cabeza de niño lector de Salgari y de cuentos de detectives se me presentaba como una mezcla de Edmund Hillary, James Bond y Sherlock Holmes. Era especialista en informática y vivía bien en Londres, hasta que un día, a los 29 años, se preguntó qué iba a hacer de su vida. Se dio cuenta de que tenía dos opciones, nos contó. Podía conocer una mujer, casarse, tener hijos y hacer carrera en su empresa. O podía salir a recorrer el mundo.
Llevaba tres años viajando. Había cruzado Africa, parte de Asia, Europa y cuando lo encontramos estaba en la última etapa de su viaje por América. Ya había gastado tres pasaportes, de tantos sellos que le ponían en las fronteras.
Viajaba a dedo, en tren o en colectivo y su equipaje era muy reducido: dos pantalones (uno largo y otro corto), un pulóver, campera y un jarro que usaba para cocinar la comida y tomar agua. Dormía a la intemperie en una bolsa de dormir y cuando llovía se cubría con una lona impermeable. Su único calzado eran unas botas con punta de acero, recuerdo de su etapa de minero en Sudáfrica.
Cuando de quedaba sin dinero buscaba trabajo y ahorraba lo suficiente para volver al camino. Había hecho de todo y en todas partes, pero donde más trabajó fue en una mina de oro en Sudáfrica.
No era fácil hacer este tipo de "turismo" hace 20 años. Los cajeros automáticos eran un lujo de las grandes ciudades y las tarjetas de crédito no servían en la mayoría de los lugares a los que iba Jhon. Se manejaba haciendo giros a sucursales del banco donde tenía sus ahorros, que no eran muchos.
Como los exploradores ingleses que se internaron en el corazón de Africa en el siglo XIX, Jhon era un poco mitad aventurero y mitad científico. Todo lo que veía y aprendía lo escribía en cuadernos que luego enviaba a su padre, un profesor de geografía en una universidad londinense. Ya le había mandado más de 30 cuadernos contándole cómo era el mundo.
El castellano lo había aprendido sobre la marcha y lo entendía si le hablaban despacio. Con mis hermanos lo mirábamos con asombro, pero también nos causaba gracia su nombre porque quería decir Juan Panadero y porque era igual al del compañero de Poncharello, el de la serie Chips.
La zona del Fitz Roy era fascinante. El pueblo de El Chaltén había sido creado e inaugurado oficialmente poco tiempo antes de esta historia. Pero sólo era unos pocos cordones cunetas y un edificio vacío al que el primer viento fuerte se había encargado de volarle las chapas del techo. Quedaba cruzando el río. De este lado de la orilla había un puesto de gendarmería que era el centro de reunión (por entonces los gendarmes se dedicaban a custodiar la frontera, no a desalojar piquetes), una pequeña hostería y un espacio para acampar. Al fondo, se destacaba la figura del cerro Fitz Roy, famoso en el mundo por sus laderas de ángulos rectos e invertidos que lo hacen único. Escalar el Fitz Roy es un trofeo que muy pocos pueden mostrar en sus vitrinas.
A eso habían venido un grupo de escaladores austríacos. Eran unos 20 y viajaban en un colectivo de su país, que en un costado tenía pintado el Aconcagua y en el otro el Fitz Roy. Llevaban semanas preparándose y esperando el buen tiempo para subir. Con ellos viajaba un compañero en silla de rueda que había quedado paralítico en otro ascenso, tiempo atrás.
Había muchos escaladores y simples turistas, de todas partes del mundo. Argentinos éramos muy pocos.
Una noche se hizo un fogón en el que Jhon, unos hermanos suizos de Bariloche, una pareja de porteños, otros personas y nosotros compartimos la cena y cada uno contó su historia. Cuando el frío le empezaba a ganar la batalla al calor del fuego, se produjo un momento mágico. Ahí, en el confín del mundo, al lado de un pueblo fantasma que sólo figuraba en los papeles, un explorador inglés y dos docentes argentinas empezaron a recitar en latín a clásicos de la literatura, mientras masticaban los últimos bocados de un exquisito cordero patagónico a la parrilla. Era una situación insólita, que ni a Soriano se le hubiera ocurrido.
A Jhon lo reencontramos unos 200 kilómetros más al sur, en el cámping de El Calafate. Volvía de maravillarse con el glaciar Perito Moreno, y nosotros íbamos a su encuentro. Nos despedimos por segunda vez y no lo vimos más.
El viaje siguió. Después vino Río Turbio, Puerto Natales, Punta Arenas y la magia de Ushuaia, con sus canales, su paisaje y sus atardeceres de verano casi a la medianoche. Habíamos tardado un mes en llegar a la ciudad más austral del mundo, y el regreso sería rápido, apenas tres días viajando por la costa. Al volver a casa parecía que habían pasado diez años.
Dicen que viajando se conoce gente. Es cierto, en un mes de viaje se pueden vivir más experiencias que en un año de repetir la rutina trabajo-casa. La Patagonia, a pesar de sus silencios y soledades, en cada vuelta del camino nos da la posibilidad de descubrir a un personaje escapado de una novela.
Dos años después nos llegó una carta de Jhon. Estaba en Londres, se había casado, tenía un hijo. Y seguía escribiendo las líneas de su vida.


Lucio Boggio
   
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