Domingo 15 de julio de 2001

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Redescubriendo la Patagonia

 
  Por años la civilización occidental pensó que el triángulo al revés que compone el fin del mundo era una tierra no apta para los hombres dueños de la letra y la cruz. Por eso los mapas de entonces sólo cobijaban enormes serpientes marinas y dragones, allí donde debía ir el bosquejo de un nuevo continente. En cierta forma nunca ha dejado de ser así. Ha cambiado la actitud reticente de Europa hacia nuestra lejana geografía, pero su clase media, profesional y universitaria, sigue viniendo a la Patagonia en busca de los mitos perdidos.
-Siempre quise conocer el extremo sur, cada vez que veía una mapa hacía un círculo con el dedo en esta zona, dice el joven ejecutivo americano.
Debe tener veintitantos y viaja con su novia. Ambos formados en caras universidades norteamericanas. Llenos de proyectos. Explican que se han tomado un respiro en sus vidas para pensar mejor las cosas. Ya no están interesados en trabajar en compañías que no respeten el medio ambiente y las condiciones de trabajo.
-Muchos de nuestra generación piensan así en Estados Unidos, agrega ella. Blanca, tristes ojos azules, con la nariz quemada por el sol que cae furioso sobre el Parque Nacional Torres del Paine.
De aquí viajarán un día al Perito Moreno, luego a Punta Arenas, después a Buenos Aires y de allí otra vez a Atlanta.
Su historia, contada a este cronista hace un par de años, es una más de las tantas que se entretejen durante el verano en la Patagonia. Llegan desde Santiago de Chile o Buenos Aires con la misma idea: recorrer una tierra mágica. Sólo un habitante de una zona superpoblada puede valorar debidamente lo que significa pisar un trozo de planeta que nunca antes había soportado a un ser humano.
Aunque la Patagonia no es sólo inmensidad -Estados Unidos, Australia, Brasil, Canadá y Dinamarca también la tienen-, sino mística. Un ingrediente extraño que no encuentra explicaciones en la razón.
Una fórmula que emana de paisajes disímiles: Nueva York, París o las pirámides de Egipto. El innombrable canto de la seducción.
Los fueguinos, cuenta Lucas Bridges en su libro "En el último confín de la Tierra", tenían un proverbial temor por los indios onas, seres de estatura un poco por arriba de lo normal, cazadores nómades que vivían en los bosques, entregados a la abundancia de la naturaleza. Entre los yaganes había tribus "superiores", que se atrevían a morar en la zona de las tormentas. El sitio más oscuro y aterrador que existe, al sur del Cabo de Hornos.
La mística patagónica fue primero suya. Contribuyeron a darle forma el propio Bridges, Darwin, el perito Moreno, Butch Cassidy y finalmente nombres contemporáneos como Bruce Chatwin y Luis Sepúlveda.
Esa magia se ha vuelto cada año más evidente para el Primer Mundo. No ocurre igual con los gobiernos de los países que la administran. Hasta hace 10 años Chile, por ejemplo, no tenía la vocación de explotar la belleza de un territorio sobre el que los extranjeros no suelen establecer fronteras.
Algo parecido ocurre en la Argentina. Ha sido su geografía la que se impuso al imaginario colectivo de otros continentes sin la coordinación adecuada de políticas gubernamentales.
En su libro "Final de novela en la Patagonia", Mempo Giardinelli (Ediciones B, 2001) no hace sino sorprenderse por la inoperancia del gobierno y la indiferencia de los intendentes ante cuestiones tan ligadas al turismo como la higiene en las ciudades. "En muchos sentidos este espacio gigante y plagado de contradicciones es un lujo inadmisible que hasta ahora sólo un país de indolentes ha podido permitirse. Lo que los gobernantes parecen no comprender jamás es que en la Patagonia nunca habrá inversión si no se prepara, primero, el terreno para el cambio: pero para ello hay que educar y pavimentar, hay que establecer colonos y darles crédito, hay que aprovechar la energía barata y mantener un control férreo sobre ese enemigo feroz de la naturaleza que es el ser humano", escribe en su libro, que obtuvo en España el Premio Grandes Viajeros 2000.
No hay mejor producto de exportación en este momento para la Argentina que la Patagonia. Se pretexta: los mochileros gastan poco. ¿Cuánto es poco? ¿Qué tal si hacemos una cuenta simple? ¿Cuánto podría gastar un turista "gasolero", en comida y alojamiento, en El Calafate o Chubut o Río Negro, en el plazo mínimo de una semana que exigen estas zonas de la Argentina para ser exploradas? ¿100 dólares? Suena poco, pero basta multiplicar la cifra por un promedio de entre 70.000 y 100.000 turistas que, por ejemplo, visitan cada temporada la zona del Perito Moreno para darse una idea de la dimensión del negocio.
¿Qué busca un ser humano en el triángulo del fin del mundo? Seguramente mucho más que una montaña: esos miles van detrás de sí mismos. De un renacer, acaso más poderoso que el proporcionado por Cuzco y las edificaciones mayas. Los relatos se multiplican en los hoteles o residenciales donde alemanes, suizos, franceses, españoles, japoneses, latinoamericanos, esperan una oportunidad para contar su capítulo. Si es en compañía de un tinto, mejor.
No pocos esgrimen las mismas preguntas que Giardinelli: ¿por qué tanta indiferencia a tanta belleza?
En estos dos años últimos la tendencia se acentuó notoriamente. Veamos postales de la industria editorial: la revista "Noticias" sacó hace unas semanas un artículo dedicado al extremo sur; lo propio hizo el último número de la "National Geographic". Editorial Sudamericana lanzó al mercado la colección "Rumbo Sur", dirigida por el fallecido escritor y explorador Giménez Hutton; editorial Planeta editó una colección de viajeras, algunas de las cuales cruzaron estos horizontes; Andrés Rivera publicó este mes su libro "Hay que matar", ambientado en el profundo sur.
A la lista podrían agregársele los filmes que usaron esta geografía como marco a partir de 1990.
Si pudiéramos ponerle precio a la Patagonia -como alguna vez se hizo con el Amazonas, sólo para confirmar que el hombre sería incapaz de construir una maravilla semejante- no alcanzarían los ceros ni las chequeras.
La inagotable magia, que ningún publicitario bosquejó -aunque Patagonia sirve de nombre a una prestigiosa marca de ropa norteamericana y Ona es una empresa de comunicaciones integrales españolas- permanece desnuda ante nuestros ojos. Es la oportunidad que estábamos esperando.

Claudio Andrade

   
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