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Pueblo bárbaro en
tiempos de bárbaros, la cosmovisión de los pueblos
celtas se mantuvo durante siglos envuelta en un halo de misterio.
Hoy parece renacer, tal vez por la búsqueda de la sociedad
contemporánea de modos de vida más armoniosos con
lo natural.
Para los celtas, cada hombre representa la unión de los
cuatro elementos de que está formado el universo: está
hecho con arcilla, vive en un medio aéreo, pero el fuego
de su sangre y su pensamiento alimentan su alma, y toda su vida
discurre imbuida del elemento agua.
La civilización celta amaba el círculo. Dio a esa
forma geométrica tanta trascendencia como para incorporarla
a la cruz católica integrando sus brazos. Para ellos,
la vida misma es un círculo que discurre entre el nacimiento,
la madurez, la vejez, la muerte y la reencarnación del
alma en otro cuerpo. Las estaciones transcurren en círculo,
y el día mismo es cada vez el comienzo de un círculo
que comprende su propio ocaso. La muerte, vista así, no
es un hecho que trunca la vida sino un compañero que la
custodia desde el comienzo de la vida misma. Las tinieblas, nada
tenebroso, sino la antesala del nacimiento, como la oscuridad
tibia del vientre materno.
El concepto circular también se verifica en la integración
de lo visible y lo invisible, de lo interior y lo exterior, lo
conocido y lo desconocido, lo temporal y lo eterno. Y cada una
de estas categorías está unida por la amistad,
y no separada por la oposición. Para ellos, no existe
el dualismo tal como lo entiende la cosmovisión cristiana.
No hay tal división entre cuerpo y alma, y mucho menos
el concepto pecaminoso del cuerpo como opuesto a la etérea
perfección de lo inmaterial. Los sentidos, según
su visión, son la antesala de lo divino, una de sus manifestaciones,
y las poesías eróticas de los celtas muestran esa
unión.
Pero el cuerpo humano es sólo una de las formas en que
se expresa la vida. Un pueblo mítico vive bajo la tierra
de Irlanda, y hadas y espíritus se refugian en los arbustos.
Cada vertiente es entregada por la sabiduría de la tierra,
en cada cisne puede habitar un humano convertido por algún
hechizo. Cada ruina puede ser refugio de presencias invisibles.
Animales, plantas, piedras, todo integra el universo y más
aún cuando ellos han estado aquí desde antes que
los hombres.
La figura emblemática de los celtas es la de los druidas,
esos sacerdotes y filósofos a quienes su pueblo reconocía
como suma del conocimiento, verdadero oráculo que ejercían
siguiendo un principio fundamental: jamás escribían
nada. Toda su ciencia estaba contenida en composiciones poéticas
que aprendían de memoria.
Los druidas, vestidos de blanco, con su báculo temido,
esperaban cierta conjunción de los astros para extraer
el muérdago, descalzos y con los pies lavados, a fin de
conocer los secretos contenidos en los elementos simples. Eran
crueles y uno de los sacrificios humanos que practicaban puede
ser responsable de la ya mítica puntualidad británica:
en el día de sus asambleas, mataban al que llegaba último,
a fin de que los otros fueran más diligentes.
Pero tal vez el mensaje más integrador y trascendente
de la visión de los celtas sea el concepto de la amistad
profunda, casi al nivel de un alma gemela. Es el "anam cara".
Según esa creencia, dos almas nacieron juntas, de la misma
arcilla, y su vida separadas ha sido una constante búsqueda.
Por eso, al encontrarse, surge la sensación de un reconocimiento,
una vuelta a casa, al lugar de pertenencia.
Una leyenda cuenta la fuerza del amor nacido de esta unión.
Es la que relata el origen de los dólmenes, esas construcciones
antiquísimas integradas por dos piedras paralelas con
otra horizontal, en forma de techo. Cuenta John O'Donohue en
su "Anam Cara. El libro de la sabiduría celta"
que, según la tradición, Gráinne era la
compañera de un jefe de los fianna, los viejos soldados
celtas. Se enamoró de Diarmad y los dos huyeron, con los
fiannas persiguiéndolos por todo el país. Los animales
les daban refugio, y las personas sabias les aconsejaron no pasar
dos noches en el mismo lugar. Pero, donde se detenían
a descansar, Diarmad construía un dolmen para su amada,
lo que se convirtió en un indicador para sus perseguidores.
En realidad, los dólmenes son las tumbas de los jefes
guerreros, pero la leyenda es más vibrante, ya que representa
el lugar que la pasión ocupa en la valoración de
un pueblo.
Alicia Miller
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