Hay dos formas de conocer nuevo territorio:
de la mano de alguien que ya lo conoce (un lugareño,
guía o similar) o andándolo por uno
mismo, dejándose sorprender por eventos casi
aleatorios. La primera opción permite acortar
distancias, no dar pasos en falso. La segunda, es
un proceso, un rompecabezas, es un viaje de descubrimiento
en el que, con el tiempo, hay suficientes piezas
para empezar a entender el nuevo territorio y aun
reconocer que algunas conclusiones tempranas fueron
equivocadas. Este es un paseo por Sydney del segundo
tipo..
Manly, gran Sydney, cuatro de la mañana.
Mi cuerpo de despierta incapaz de aceptar la hora
que marca el reloj. Trato de convencerme de que
es hora de volver a dormir, pero no es posible.
El reloj interno ha dado su veredicto. Es que son
las 2 de la tarde en Argentina!
Me levanto, tomo mis cinco vasos de agua, ducha
y ya empieza a amanecer. A las 4:40? Tal vez temprano
para mi, pero los pájaros saben que el sol
está por asomar porque ya cantan a voz en
cuello.
Decido vestirme y salir a caminar. Ya hay luz de
día. Una mañana apacible y fría
(unos 5 gr centígrados). Las calles recién
barridas y vacías son recorridas por el camión
recolector de residuos. Desde un edificio bajan
dos chicos descalzos y a medio vestir con traje
de neopreno cada uno con su tabla de surf al hombro
(¿a las 5 de la mañana? ¿Qué
clase de trasnochados son?). A medida que me acerco
a la playa cada vez más gente, corriendo,
caminando. “Más trasnochados”,
pienso.
Al llegar a la playa, el anaranjado sol ya se
dibuja sobre el mar. Dentro del agua, recortados
sobre el cielo, nadadores, tablas de surf, botes
de remo. Sobre la playa corredores y gente en traje
de baño. A las 5 de la mañana con
5 grados centígrados?
Bella playa de fina arena tiene Manly. De hecho
es una de las playas más populares de Sidney.
Una senda peatonal transcurre a su lado y empiezo
a caminarla con el objetivo de llegar al final de
la bahía donde se ven acantilados. La senda
está asfaltada y constantemente cruzo gente
sobre la bici, caminando o corriendo. ¿Tal
vez el ejercicio diario antes de salir para el trabajo?
Cruzo un papá cargando en una mochila a su
hijo de dos años mientras camina a buen paso.
¿A las 5 de la mañana?
La senda se adentra en el monte, siempre asfaltada
y me lleva al borde de los acantilados. La Bahía
de Manly, desde donde vengo, aparece a la distancia
ahora con una gran densidad de edificios y construcciones.
Buen momento para algunas fotos.
La senda continúa y yo sobre ella. Toda
clase de arbustos a mi alrededor. Un monte achaparrado
y poco vistoso que de vez en vez regala pequeñas
flores de diversos colores Ruidos extraños.
Muchos de pájaros que no podría identificar
. Una pequeña laguna inunda el aire de nuevos
sonidos. Miles de ranas deben habitar en ella porque
parece un concierto de percusión sincopado.
Un gran cartel indica que por allí se va
a la reserva Punta Norte. Sin saber que es la reserva
me pregunto “¿porqué no?”.
Son menos de las 6 de la mañana y no parece
que haya mucho más para hacer.
En el camino hay “puestos de artillería”
según indican los carteles. Son construcciones
tipo pasillos tallados en el suelo. ¿Que
serán? La senda lleva luego a un hermoso
parque con grandes edificios en ladrillo. Finalmente
un cartel me ayuda (un guía hubiera venido
bien aquí!). Indica que Punta Norte fue desde
1828 una base de cuarentena en la que se mantenía
todos los animales, productos y hasta gente que
llegaban en barco desde exterior. Claro! El único
ambiete de Australia requirió siempre de
cuidados especiales pues animales comunes en otros
continentes se transformaron en pestes en éste.
Es por eso que no hay construcciones en la zona,
la idea era, precisamente, que estuviera aislada
de todo. Hoy es una reserva. Fue administrada por
el ejército y cerrada en 1984. Está
abierta al público desde el 2007. Folletos
al costado del cartel explican que producto de su
estratégica ubicación para proteger
el puerto de Sydney, durante la Segunda Guerra Mundial
se armaron puestos de artillería en distintos
puntos de los acantilados y estos son los que encontrara
en algunos puntos del camino.
Al llegar al borde del acantilado se ve Sydney
en todo su esplendor. Su super-moderno downtown
(centro), y las múltiples entradas del océano
al continente. Otro punto ideal para fotos.
La vuelta es por la ruta. No son las 7 aun pero
los ciclistas abundan. Tal vez porque ya es hora
de alistarse para el trabajo, los ciclistas son
gente mayor, entre 50 y 70. Todos con casco y muchos
con vestimenta especializada. “Extraños
estos australianos listos a toda hora y toda edad
para hacer ejercicio”, pienso.
Dos horas de caminata matutina me llevan de vuelta
al departamento para tomar un respiro más
un café, tostadas, manteca y dulce (da hambre
tanta vida sana). Mientras, en las noticias entrevistan
a un australiano que harto de ver graffiti en su
camino al trabajo, unos días antes con soplete
y pintura se puso a cubrir los paredones de la autopista.
“¿Como llegaste a esta decisión?”,
pregunta la periodista. “Llamé al municipio”
--dice el entrevistado—“y me dijeron
que no había presupuesto que alcanzara para
tapar todos las pintadas. Yo pensé que eso
no era excusa para dejar las cosas como estában
y empecé a pintarlos yo”. Con este
sencillo y poderoso concepto invitó a sus
vecinos a aportar $19 por cada panel de la autopista
que quisieran pintar al tiempo que un miembro del
consejo deliberante, entrevistado en otra línea,
sugería promulgar --siguiendo la iniciativa
del ciudadano-- un “día del graffiti”
en el que todos los vecinos salieran, pincel en
mano, a cubrir las pintadas.
Los teléfonos empezaban a sonar en el estudio
con vecinos que ofrecían sus $19. “Gente
extraña estos australianos . . .” seguía
pensando yo.