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Las cadenas del siglo XXI, menos visibles pero igual de crueles
Dos siglos después del inicio de la abolición de la esclavitud, todavía existen 27
millones de personas tiranizadas en el mundo. La explotación laboral de niños y la trata de mujeres en redes de prostitución son algunas de las formas de sometimiento.

Elena es un nombre falso: tiene 26 años, es atractiva y de complexión fuerte y se expresa con tanta soltura que parece española, pese a que nació en un país del este de Europa cuya religión mayoritaria es musulmana. Su pasado atroz parece sacado de una película de terror. No puede decir quién es ni dónde nació; nada de fotografías. Concebida en una familia conservadora, no le gustaba viajar. Los estragos de la guerra en la antigua Yugoslavia se extendieron como tentáculos en su país. Las matanzas de varones y la limpieza étnica llevada a cabo en 1999 truncaron su camino hacia la universidad. Elena conoció a una persona de su misma nacionalidad quien, tras entablar relación con su familia, le prometió una mejor vida en España, donde residía. Ella se mostró reacia. Su novio –que viajaba mucho– insistía, hasta que ella quedó encinta. Tuvo que casarse por obligación familiar y, poco después, su marido le compró un visado legal. Ambos llegaron finalmente a Madrid en el 2003. Ella estaba embarazada de dos gemelos de casi cinco meses. Al segundo día, su mundo se quebró en pedazos; la persona amable que había conocido se transformó en un monstruo: le exigió que abortara para ejercer en adelante la prostitución en la Casa de Campo.
Elena se negó. Y la primera paliza mató a sus hijos antes de que nacieran. Después de una breve estancia en el hospital, fue coaccionada para trabajar como prostituta y se zambulló en una pesadilla. Había caído en una red de tráfico humano compuesta por hermanos, primos, amigos de su marido... que controlaban a decenas de chicas. Desde aquel verano hasta comienzos del 2004 transcurrieron siete meses infernales. “No existía ni hablaba con nadie; trataba de alejarme. Adelgacé muchísimo, parecían siete años”. Las jornadas agotadoras –desde las seis de la tarde hasta las diez de la mañana del día siguiente– terminaban a menudo en palizas al llegar a casa. “Una forma de decirte que te calles”. Pasados los dos primeros meses, la policía detuvo al individuo.
Los traficantes amenazaron con matar a su familia si ella hablaba. Elena pasó tres días en el calabozo, soportando la presión policial para que denunciase (de lo contrario recibiría el mismo castigo que los traficantes o sería deportada a su país con un informe policial y la obligación de que su familia la recogiera tras ser informada). “Si lo hacía, sabía lo que iba a pasar. Pensé: ‘Yo me muero, pero mi familia no se toca’”. Elena explica que los agentes no podían imaginar que una prostituta hablase cinco idiomas. Pensaban que les mentía, que había estado mucho tiempo en España. Ahora reconoce que “se le cerraron puertas” por no haber denunciado.
Su marido fue deportado con una orden de expulsión de diez años.
Regresó en una semana gracias a un pasaporte con otro nombre. Entraba y salía de España. Hablaba con la familia de la chica explicando que su mujer “lo había dejado”. Aprovechando una de sus ausencias, Elena escapó –700 euros ahorrados y dos semanas recluida en una habitación– y entró en contacto con la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención de la Mujer Prostituida (APRAMP), cuyos agentes sociales habían intentado hablar con algunas de sus compañeras.
El peor momento, recuerda, sucedió cuando recibió una llamada de su ex marido a través del móvil de su hermano pequeño. El traficante lo había sacado del colegio a punta de pistola para demostrar que “seguía ahí”. Ella lo amenazó con contarlo todo si continuaba acechando a su familia. Ahora, Elena trabaja como agente social ayudando a otras mujeres inmersas en infiernos parecidos. “Empiezan como yo, pero a los dos años no tienes una vida; por el día duermes y por la noche estás ahí. Ellas siguen ahí durante años...”.
Svetlana –otro nombre falso– es una joven rusa de ojos azules, pelo rubio y 27 años nacida cerca de Moscú. Quiere contar su historia, pero sólo acepta hacerlo en persona desde el centro de día para Mujeres Prostituidas de Alecrín, en Vigo, una ong fundada en 1985.
Licenciada en historia de su país, ya había trabajado como camarera –los sueldos de sus colegas universitarios no sobrepasaban los 100 euros mensuales– antes de leer el anuncio de un periódico que ofrecía trabajo “legal” en un bar de España.
En el 2001, Svetlana probó fortuna en un club de copas de Almería como bailarina de strip-tease. A los dos meses volvió sin problemas a su país sin haber disfrutado de la experiencia y acabó los estudios. Tuvo un hijo, y otro anuncio similar la condujo hasta Madrid en marzo del 2004. Una mujer rusa la recibió en el aeropuerto de Barajas, desde donde tomaron un autobús hasta Almería. Allí le pidieron el pasaporte con la excusa de que, una vez firmado el contrato, se lo devolverían en un par de días. Ella se resistió, sólo al principio.
Llegaron más chicas. Una mujer rusa les explicó que tenían que “mantener relaciones sexuales con los clientes”. Y, en caso de negarse, se las multaría cada vez con 30 euros. Svetlana descubrió que había contraído una “deuda” de unos 1.300 euros –el coste del viaje– que aumentaba por cada requerimiento no satisfecho. ¿Cómo salir de la trampa?
Ella vivía en un piso pequeño con otras cinco jóvenes desconcertadas que no paraban de llorar. Una de las prostitutas del local –ya veterana– cerraba la puerta con llave las 24 horas. Ninguna recibía dinero. Svetlana apenas entendía algo de español; sus compañeras, nada. Un cliente que la había visto años atrás en el bar donde trabajó la primera vez que había venido la reconoció. El dueño del local pensaba que ninguna de las chicas había estado antes en España y encolerizó. “Sabían que tenía un hijo, amenazaron con matar a mi familia”. Svetlana tuvo que hacerlo una vez en un cuchitril sin apenas higiene.
Poco después, el dueño entregó el pasaporte a todas las chicas. La policía irrumpió en el local. “Todo el mundo tenía miedo a decir lo que pasaba y, como teníamos los pasaportes y acabábamos de llegar, no ocurrió nada”. Al irse la policía, las chicas fueron confinadas en el piso pero, con los nervios, el dueño olvidó quitarles los pasaportes. Llamó a una de las prostitutas para recogerlos de nuevo y Svetlana aprovechó la oportunidad para entregar uno caducado. Su celadora ni lo abrió y olvidó echar la llave. Svetlana escapó con 50 euros prestados. Detuvo un taxi y acabó en una comisaría. La denuncia logró finalmente la desarticulación de los traficantes.
Etiquetados a menudo como víctimas de trata de blancas, los casos de Elena y Svetlana demuestran que la esclavitud no ha desaparecido.
De acuerdo con el último informe sobre tráfico humano del Departamento de Estado de Estados Unidos, entre 600.000 y 800.000 personas son traficadas cada año –el 80% mujeres y niñas y el 50%, menores– a través de las fronteras internacionales. La organización antiesclavista Free the Slaves estima que, de su explotación, los traficantes de personas podrían obtener un beneficio de 32.000 millones de dólares cada año, sólo superado por el tráfico de armas y drogas.
El panorama resulta inquietante. En el 2003, por ejemplo, unas 400.000 personas fueron compradas desde Europa oriental para trabajar en la industria del sexo, la agricultura o el procesamiento de alimentos. Las redes venden mujeres y niñas desde Europa del Este y Sudamérica para su explotación sexual en varios países europeos.
Mujeres y niños son secuestrados en Afganistán y vendidos como servidumbre sexual o laboral en países como Arabia Saudita, Irán y Pakistán. En Mauritania, los niños son obligados a mendigar durante 12 horas por los líderes religiosos locales, los marabouts; en Brasil, ocultos en la selva amazónica, entre 40.000 y 50.000 esclavos trabajan cortando madera, procesando carne o en las minas de oro. Japón es uno de los destinos principales para las mujeres traficadas para su explotación sexual: el gobierno proporciona entrada legal bajo una “visa de entretenimiento” a más de 120.000 mujeres cada año, dejando paso a una nueva remesa de mujeres, forzadas a prostituirse en la mayoría de los casos. En la India, Nepal y Pakistán, la esclavitud laboral y del campo, en los terrenos y canteras, atrapa entre diez y doce millones de personas. Y en Ghana hay casos documentados de esclavos que trabajan en las plantaciones de chocolate.

CADA VEZ PEOR

El 2007 es el que marca el bicentenario de la abolición del comercio de esclavos en el Imperio Británico desde que la Cámara de los Comunes en Gran Bretaña firmara el acta en 1807. Dos siglos después, la situación ha empeorado claramente.
La Organización Internacional del Trabajo de Naciones Unidas estima que existen en el mundo 12,3 millones de personas que padecen esclavitud.
Y es una estimación conservadora. Las organizaciones locales, sobre el terreno, elevan esta cifra hasta los 27 millones.
Una cantidad que “dobla el número de todos los que fueron robados de África durante los 300 años que duró el tráfico de esclavos”, asegura Kevin Bales, profesor de Sociología de la Universidad Roehampton en Londres y presidente de Free the Slaves.
Esta ong se dedica, junto a otras asociaciones locales –cuyos responsables son calificados por Bales como “los héroes anónimos”–, a descubrir y liberar esclavos allí donde existen.
Bales es considerado como el mayor experto del mundo en esclavitud moderna. Ha viajado por África, la India y Nepal, entre muchos otros lugares, recogiendo y estudiando centenares de casos.
Su libro “Disposable people” fue candidato al Premio Pulitzer en 1999. Su última obra, Ending Slavery (“Acabar con la esclavitud”, California University Press), acaba de publicarse en Estados Unidos.
La esclavitud no se concebía como tal hace 10 años, explica el autor, cuando era casi imposible encontrar a una persona que creyera que existían millones de esclavos a finales del siglo XX. La imagen enganchada en la mente popular presenta al esclavo como una persona con los grilletes puestos vendida como mercancía, pero la esclavitud, que nos acompaña desde hace al menos 5.000 años, se convierte en el siglo XXI en una epidemia que adopta mil rostros diferentes.
Desde la perspectiva occidental, los esclavos parecen relegados al Tercer Mundo –100.000 niños soldados son regularmente drogados y entrenados para matar en países como Uganda o Sudán, entre otros–, pero lo cierto es que el Tercer Mundo también está exportando esclavos a los países ricos.
En París, según Bales, podrían existir 3.000 esclavos domésticos. Fue él quien descubrió el caso de Seba, una chica de Mali liberada en 1992. Con tan sólo ocho años fue trasladada a París con la promesa de una educación y estuvo trabajando durante 14 años como esclava en una casa, sometida a torturas y vejaciones por un matrimonio francés.
En España existe esclavitud sexual y laboral. Las cifras oficiales hablan de 1.337 víctimas esclavizadas sexualmente que presentaron denuncia y 681 casos oficiales de esclavos laborales en el 2005, según el informe del Departamento de Estado de Estados Unidos
En Estados Unidos, las redes de tráfico humano propician la entrada anual de 17.000 personas que terminan convirtiéndose en esclavas sexuales o laborales.

Corrupción y tráfico, una sociedad

Un aspecto fundamental del drama de la esclavitud moderna reside en la corrupción policial y gubernamental.
Si la esclavitud existe en países como Estados Unidos o España a pesar de los esfuerzos de la policía, describe Bales, en países como Tailandia, la India, Pakistán o Rusia, la esclavitud sucede muchas veces por culpa de la propia policía, sobornada por los traficantes.
En otros casos, como el de Elena (ver nota central) la policía española no supo identificar a esta mujer como una víctima de la esclavitud sino que la confundió con una prostituta más.
El caso de María Suárez, una mexicana que entró legalmente en Los Ángeles en 1976 cuando aún no había cumplido 16 años, es una mezcla de incomprensión policial, esclavitud y mala suerte.
Ella no sabía inglés, pero una mujer le ofreció trabajo y la llevó a una casa cuyo dueño era una persona mayor, de unos 65 años.
Lo que sucedió realmente fue que María había sido vendida. El hombre mayor aterrorizó a la niña amenazando con matar a sus familiares y explicando que la había comprado por 200 dólares.
Durante cinco años, María fue violada y utilizada como esclava sin que pudiera pedir ayuda o hablar con nadie... en una ciudad como Los Ángeles.
Un vecino irrumpió en la casa y mató al dueño en una pelea.
El asesino pidió a María que escondiera el arma y, como consecuencia, la joven fue condenada a 25 años por cómplice de asesinato, acusada de un crimen que no había cometido.
La policía fue incapaz de reconocer que estaba ante un caso de esclavitud en su propia ciudad –de hecho, Free the Slaves denuncia casos de esclavitud laboral en 91 ciudades norteamericanas–.
María salió de la cárcel a los 22 años y medio por buena conducta, gracias al perdón del gobernador. Su testimonio final –documentado por Peggy Callaham, reportera de esta ong– fue éste: “Sólo quería un poco de justicia”.



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