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La democracia fugitiva | ||
Con la caída del comunismo se pensó que la democracia occidental se impondría en el mundo. Varios gobiernos autoritarios demostraron que es un sistema frágil, sin garantías de permanencia. Se trata de una conquista transitoria que hay que defender constantemente. |
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Con la caída del Muro de Berlín se extendió la idea del triunfo definitivo de la democracia liberal sobre los regímenes comunistas. Se pensaba que con la desaparición del antagonismo de la Guerra Fría entre las democracias capitalistas y las dictaduras del proletariado todos los regímenes políticos se encaminarían, de una forma u otra, hacia un modelo de democracia similar al occidental. Sin embargo no ha sido así, y hoy sobreviven múltiples formas de regímenes políticos poco o nada democráticos. En Euroasia dos grandes países como Rusia y China, que se autoproclaman democracias, incumplen los parámetros básicos de un régimen democrático: no existe una clara separación de poderes, no hay respeto por los derechos humanos, no toleran una prensa independiente y el poder está en manos de una elite que, al modo de una dictadura ilustrada, define las políticas de Estado. En otras latitudes, tenemos los inclasificables regímenes africanos, las oprobiosas monarquías petroleras del mundo árabe o países como Irán e Israel, donde todavía no se ha producido una clara separación entre las esferas políticas y religiosas, rasgo fundamental de la modernidad democrática. En América Latina asistimos a una reedición de los tradicionales populismos, una forma de régimen muy particular donde la ampliación abrupta del espacio político por la emergencia de nuevos actores sociales postergados se realiza a expensas del sistema político tradicional. En fin. Si también constatamos que una democracia sólida y consolidada como la de Estados Unidos ha sido arrastrada a una guerra de ocupación a base de mentiras y falsedades y mantiene una ambigua posición sobre el uso de la tortura, pocas dudas caben acerca de que estamos frente a un fenómeno que Sheldon Wolin acertadamente denominó de "democracias fugitivas", un sistema de gobierno que se revela cada vez más escurridizo y difícil de hallar. La pregunta que Wolin hace en su libro titulado justamente "Democracia fugitiva" es la siguiente: ¿por qué es que la democracia se encuentra reducida, incluso debilitada en su forma? ¿Por qué su presencia es ocasional y fugitiva? Responder a estos interrogantes le demandó al autor escribir un ensayo. En nuestro caso, acotados por los estrechos márgenes de una nota periodística, debemos conformarnos con recoger algunas opiniones que nos ayuden a aclarar el enigma. En una primera aproximación al tema conviene recuperar el clásico debate entre quienes sostienen que la democracia consiste básicamente en un conjunto de procedimientos y formas y quienes piensan que ésta tiene que estar también dotada de contenidos, de una cierta sustancia. El primero que defendió la idea de la democracia como procedimiento fue, a principios del siglo pasado, el filósofo del derecho Hans Kelsen. Sostenía la necesaria neutralidad del Estado, puesto que toda referencia a valores éticos podría dar lugar a desacuerdos. Según Kelsen, en el origen de la democracia parlamentaria está la idea de que no es posible alcanzar la perfección expresada por una voluntad homogénea. De allí que debamos renunciar a la democracia "ideal" a favor de la democracia "real", más modesta y pedestre. Otro autor de aquella época, Herman Heller, señalaba en cambio que para alcanzar cierta calidad democrática es indispensable algún grado de homogeneidad social, de valores políticos compartidos. Esto no significa necesariamente la eliminación de los antagonismos políticos y sociales, pero hace falta una cierta idea de juego limpio con el adversario para llegar a un acuerdo que excluya, por ejemplo, el uso de la coacción o el chantaje. La democracia requiere de este modo la afirmación de unos ciertos valores que, como la igualdad participativa o la separación entre religión y Estado, conforman sus presupuestos políticos constitutivos. El filósofo italiano Norberto Bobbio se inclina también por una descripción procedimental o institucional de la democracia, más que por una definición sustancial. Adoptando una definición mínima de democracia, sostiene que es la forma de gobierno que permite establecer quién tiene el poder de tomar las decisiones que afectan a la colectividad y a través de qué procedimientos. Estas reglas de juego deben facilitar la más amplia participación de los ciudadanos, para lo que el sistema debe garantizar la existencia de una pluralidad de grupos políticos organizados en partidos que compitan entre sí de modo que los votantes puedan escoger entre distintas alternativas. Bobbio reconoce las dificultades reales de las democracias presentes y señala lo que denomina sus promesas incumplidas. En su opinión, los cuatro enemigos de la democracia son en la actualidad la gran escala de la vida moderna, la creciente burocratización del aparato del Estado, la índole cada vez más técnica de las decisiones que es necesario adoptar y las tendencias actuales de la sociedad de masas, que limitan la participación de los ciudadanos. Denuncia asimismo la supervivencia de poderes invisibles, es decir, de corporaciones o grupos oligárquicos que se mueven por intereses particulares para falsear el resultado democrático. Dadas las dificultades por alcanzar una democracia verdadera, la lucha por una mayor y mejor democracia, dice Bobbio, sólo puede significar la extensión de la democracia a más áreas de la vida social. Se trata de que las formas tradicionales de la democracia representativa se vayan infiltrando en nuevos espacios, ocupados hasta ahora por organizaciones burocráticas o jerarquías cerradas. La tarea consiste en luchar contra todas las formas de poder autocrático, en los lugares en que se reproduce. En esa búsqueda pragmática de la mejor democracia posible, una de las tareas siempre inconclusas en la sufrida geografía de América Latina es la búsqueda de una democracia desencarnada. La idea pertenece a Claude Lefort, para quien el poder, en última instancia, no pertenece a nadie. Quienes lo ejercen realmente no lo poseen, no lo encarnan; por consiguiente, no existen ni debiéramos aceptar esas figuras providenciales capaces de interpretar acabadamente los deseos del pueblo. Justamente han sido dos autores posmarxistas, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe ("Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia", FCE), quienes han cuestionado la idea subyacente en el marxismo tradicional de una esencia o entidad estable de un sujeto el proletariado o el pueblo que encarnaba el futuro de la sociedad. Esa ilusión de representar una voluntad colectiva única y homogénea dio lugar a la aparición de figuras iluminadas o caudillos que favorecían una separación tajante entre sectores dirigentes y sectores dirigidos y derivaban en formas autoritarias de hegemonía. En una democracia existe una pluralidad de puntos de vista y la diversidad de opiniones sobre el alcance del interés público no permite esperar la eliminación de los desacuerdos. Lo que sí es posible es establecer, a través del juego institucional, modos de contención de los desacuerdos. La democracia exige reconocer lo múltiple, las diferencias, lo heterogéneo y, al mismo tiempo, en difícil equilibrio, la necesidad de preservar sus elementos constitutivos. El surgimiento de diversas formas de fundamentalismo cristiano en Estados Unidos o de grupos neofascistas en Europa, o las dificultades de los grupos religiosos para aceptar que el Estado laico regule el matrimonio entre personas del mismo sexo o la interrupción voluntaria del embarazo, indican que el riesgo que afronta la democracia no proviene necesariamente de afuera. La democracia es frágil y, una vez alcanzada, no tiene garantías de permanencia. Por lo tanto, como afirma Chantal Mouffe, se trata de una conquista transitoria que hay que defender constantemente.
ALEARDO F. LARÍA Especial para "Río Negro"
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