Ya con las elecciones a la vista y un cambio de manos que parece “cantado”, muchos se preguntan si la economía argentina padece estrés. A decir verdad, los grandes números muestran una situación macroeconómica bastante alejada del deterioro que algunos señalan. Es cierto que, a causa de la crisis energética, el crecimiento va a ser menor y que lo que a principios de año se suponía como piso (7 al 7,5%) ahora virtualmente es el techo. Sin dudas, el punto a monitorear es la inflación; pero no se trata del único: también se debe revisar el gasto público, que aumentó mucho más allá del “imprescindible ajuste en la seguridad social” (argumento al que se aferra Peirano a la hora de dar explicaciones). También hay que señalar la insuficiencia de obras en el área energética (que no recuperará su flujo habitual hasta que se ajusten las tarifas vigentes). Por otra parte, mientras la construcción captura gran parte de los capitales disponibles (hoy casi el 60%), no hay verdaderos estímulos para invertir en fabricación de maquinarias y equipos, lo cual además de ensanchar nuestra estructura productiva crearía buena cantidad de nuevos empleos. En cuanto al sistema financiero, es muy insuficiente su participación en el financiamiento al sector privado. Si queremos inversiones de largo aliento, los recursos también deben prestarse a plazos mayores. No se puede seguir comprando máquinas a través de préstamos comunes. Además, siempre que se producen escaladas del dólar, los bancos dejan de renovar sus créditos y, como éstos en su totalidad son por tiempos cortos, la economía se desestabiliza en apenas 48 horas (en ese sentido, la carencia de un sólido mercado de capitales hace que cada crisis financiera se traslade inexorablemente a la economía real; así ocurrió en 1989, en el ’95 y en el 2000). Hoy existe, de todos modos, una diferencia sustancial, y corresponde señalarla: el Estado ya no es el gran cliente de los banqueros, como ocurría durante el menemismo. A raíz del superávit fiscal, ha dejado liberada una amplia franja de recursos prestables, que deberían canalizarse a las empresas. Lo paradójico es que, cuando necesitan financiamiento, los empresarios acuden a la banca –que les presta con cuentagotas– y no van al mercado de capitales, que hoy brinda nuevos instrumentos (obligaciones negociables para pymes y grandes empresas o la posibilidad de descontar cheques avalados por sociedades de garantía recíproca). Aun en este contexto, la situación sigue siendo manejable para el gobierno. Debe, sin embargo, dar varios golpes de timón. Entre otras cuestiones, necesita mejorar la calidad institucional si desea cosechar inversiones. Además, aunque por medio de la base monetaria el Banco Central es el único capaz de controlar efectivamente la inflación, no puede quedar solo ante un escenario plagado de fuertes especulaciones: todos dudan de los números del INDEC y existe una percepción generalizada de que los valores aumentarán un 15 o un 17% anual –en lugar del 9% que afirma el gobierno–. Así surgen expectativas inflacionarias que, de inmediato, agobian las góndolas: se remarca por las dudas, contribuyendo así a agravar aún más la situación. ¿Cuál fue la reacción de Kirchner ante esto? Acusó a “ciertos fondos de inversión” de alentar la suba de precios (visión que no comparte ni su propio gabinete). En realidad, la inflación responde a diversos factores, pero nada tienen que ver esos fondos con ella. El presidente deberá acostumbrarse a que el mundo financiero está completamente globalizado y a que las inversiones provienen de ciudadanos argentinos como extranjeros. En ese sentido, una inmensa mayoría estamos de acuerdo con que se controle a los “capitales golondrina”, pero la inflación no responde a sus movimientos. Al contrario, se explica no sólo por el ajuste relativo de los precios (palanqueados por el mix dólar alto/elevado valor de nuestros commodities) sino también por las evidentes limitaciones de la oferta frente a una notoria y persistente presión de la demanda. De hecho, mucha gente está comprando a través de “dinero plástico”, créditos comerciales o préstamos bancarios, con lo que el círculo continúa y se agranda. Precisamente, el problema radica en que el financiamiento prolifera para adquirir electrodomésticos, automotores, servicios y, en menor medida, inmuebles, pero no se orienta hacia empresas que fabrican bienes de capital. Así, la infraestructura productiva nunca llega a equilibrar el ritmo al que crece el consumo. Entretanto, el endeudamiento convierte a las provincias en rehenes. Ello no es una característica propia de este tiempo: desde siempre la excesiva dependencia del crédito nacional ha restado autonomía a los estados provinciales. Pero, además, es aflictiva la falta de disciplina en muchos de éstos (se están reflotando viejas “cajas negras”, en las cuales los gastos no tienen control alguno). Es cierto que Nación acumula más al no repartir las elevadas retenciones a la exportación, pero igualmente las provincias exhiben una marcada ausencia de política fiscal. Esto, en parte, se debe a malas gestiones pero también al hecho cierto de que en determinados distritos el Estado sigue siendo el principal agente económico. Allí es, exactamente, donde deben generarse vigorosos incentivos para que los privados canalicen inversiones y capten la mano de obra que el sector público debió ocupar. Como puede verse, hubo logros sustanciales pero quedan, sin embargo, numerosas tareas pendientes. (*) Director del Centro de Estudios Regionales de la Universidad FASTA HUGO JOSE MONASTERIO (*)
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