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Una verdadera historia de terror

Muchos empleados recuerdan aún hoy el relato de una noche de misterios en el edificio de la Olascoaga.

Cuentan los memoriosos, esos que valoran más las ficciones del recuerdo que la realidad en sí, que alguna vez los ruidos extraños y los golpes de puertas habituales en un edificio grande y vacío estremecieron a quien se aventurara a pasar una noche en soledad en la Legislatura neuquina. Sólo eso bastaba para evitar el viejo edificio por el resto de los días.

Un sereno de quien se reservará la identidad, sobre todo porque desde aquellos tiempos nada más se supo de él, en una mañana de 1992 recibió a los empleados del edificio de calle Olascoaga con temores mucho más profundos que el miedo a la oscuridad y tan palpables como el ardor que penetra la piel luego de revolcarse en el pasto. Con el paso de las horas, finalmente, relató lo sucedido.

El hombre tomó el turno de la noche, que comenzaba a las 22 y terminaba a las 7. Era habitual que dedicara la mayor parte del tiempo a mirar televisión, escuchar radio o, simplemente dormir, como hacen los serenos cuando el patrón anda lejos. Pero nunca dejaba las rondas por el edificio ya que, en definitiva, en eso consistía su tarea.

A mitad de la noche, en realidad, de la madrugada, tomó la linterna y rodeando el recinto, caminó por el pasillo que desembocaba en la biblioteca y, luego, en la sala de comisiones. Es sabido que en la noche los sentidos se agudizan y las percepciones se magnifican; pero el fenómeno es claro: si se ve algo, existe. Quizás no en las proporciones, colores o formas que el cerebro humano interpreta, pero existe. Tal vez si la linterna no se hubiera caído de las manos temblorosas tras los ruidos que el sereno escuchó desde la sala de comisiones, la claridad repentina al volver a apuntar con el as de luz la arcada del pasillo no hubiera sido tan reveladora. Aseguró ver una silueta a contraluz, de un hombre bajo el umbral. Fueron segundos, o minutos. No lo atacó, no se movió, no hizo absolutamente nada. Sólo estaba allí, condición que en un edificio vacío es más que suficiente para crispar los nervios.

Verídica o no, la historia es comprobable. El sereno existió y los viejos empleados trabajan ahora en el nuevo edificio, preguntándose ante cada sonido que baja del cielo raso si, como los muebles, las apariciones también se trasladan; si es que se arraigan a un lugar o a lo que representa.

Desde que el aparato legislativo se trasladó a la calle Leloir se escuchan sonidos que, por la inmensidad de los espacios, son más potentes y estremecedores que los antiguos. Los empleados parten temprano. Por las noches, las luces de recepción quedan encendidas pero nadie se atreve subir las escaleras a los bloques; o ir al recinto. Nadie quiere comprobar que desde allí provienen ruidos similares a los que describió el sereno desaparecido.



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